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La escritura y lectura se convirtieron en ese lugar íntimo y mágico al cual recurrir en este tiempo de encierro y ansiedad.
Quedarse en casa en vez de salir día a día al trabajo no calmó nuestro estilo de vida, solo cambió el tipo de vértigo. Afuera eran el taco, el trasladarse de un lugar a otro contra el tiempo y la fila para el trámite en el banco. Adentro es un llamado tras otro, una metralleta telefónica, las mil reuniones a través de Zoom y los hijos tironeando constantemente nuestra pierna. Pidiendo un minuto más. En esa jaula sin salida, solo hay una forma de escapar a otro lugar: las letras.
No quiero vender ninguna pomada ni ofrecer algo en lo que no creo. Tengo pruebas. La primera fue pocos meses después de irrumpir este virus. Leí en internet que había un concurso llamado “Tu pandemia en cien palabras”. Sonaba bien, se lo comenté a mi hija y le pedí que me contara cómo ha sido para ella. Más allá de un premio, sirvió para escucharnos, expresarnos. Lo escribimos, lo enviamos… ¡Y ganamos! Esa misma tarde encargué una tele con la plata que nos dieron, porque en la pieza no teníamos.
Cuando le conté, su carita era de asombro y pregunta. Algo no le quedaba claro y me dijo: “Papá, ¿a la gente le regalan teles por contar historias?”. Respondí que sí. Técnicamente, fue así. Y desde entonces inventa cuentos todo el día, desde el fideo que se enamoró de la sopa hasta la ballena que quería subir a los árboles. Pregunta qué pasa si junta la L con la E o si en vez de la L es una T. Sí, aprendió a escribir y leer en pandemia, a la antigua. De curiosa, a los cuatro años.
En diciembre me llamó un amigo. De Santiago, pero en otra ciudad, solo, extrañando a sus viejos, pololeando medio a distancia. Tenía mucho tiempo desocupado y eso lo hacía pensar de más. Le bajaba la pena, sentía que estaba perdiendo días, meses, quizás cuánto de su vida. De un momento a otro me dice: “¿Y si escribo un libro?”. Lo tiró como talla, le sugerí que no lo era. Comenzó a entusiasmarse como hace mucho no lo escuchaba y, en el aire, empezó a armar capítulos que no sabía cómo juntar. A volar. Hoy lleva 30 carillas de Word y sé que el libro verá la luz.
Nuestros hijos no lo saben, pero cuando ellos se van a dormir, nosotros salimos calladitos de la frazada y dedicamos unos minutos a nosotros. A veces una película, un poco de redes sociales y otras también un libro. Porque el tiempo no alcanza más que para 20 páginas, pero 20 más 20 son 40 y de pronto ya vamos buscando otro.
A mí me gusta leer autores de mi ciudad. Porque la pandemia golpeó a los músicos y muchos tipos de arte. Al escritor le dio más tema que a todos, más soledad. Muchos intentan vivir de la escritura y pucha que cuesta. Entregando sus libros a domicilio. ¿Saben cuántos libros se han producido en pandemia? Cifra exacta no hay, pero muchísimos. Porque si la era digital no mató al libro en papel, menos lo iba a hacer un virus que combatimos con mascarilla y alcohol gel.
Escritores, lectores, niños y gente que comenzó a escribir por primera vez. Todos salvados por las letras. En tiempos donde se busca cómo combatir la depresión y el encierro. Bóveda de felicidad que se abre con una combinación de 28 letras. A esta hora cierro este texto y creo que salvó mi noche. Estaba a punto de pensar de más, de no darme cuenta que la otra mitad del vaso está llena. Por eso, a lo que más temo es el punto final. Siempre.
Por Paulo Inostroza, periodista