A los amigos y amigas lectores del Boletín Salesiano, un saludo cordial y mis mejores deseos para 2024. Anhelo de todo corazón que sea un año lleno de bendiciones y de presenciua de Dios en nuestras vidas.
Como ya saben, comienzo este artículo compartiendo algo que he vivido y que me ha impactado por un motivo u otro.
Me encontraba el día de la Epifanía del Señor en mi pueblo natal, Luanco-Asturias, España, sintiéndome muy en conexión con mis raíces, el mar y la naturaleza que me vio nacer y crecer, así como con mis paisanos, y en tal día fui a celebrar la eucaristía. Amablemente, el párroco de mi pueblo me concedió el privilegio, mientras él se iba a otra de las parroquias que tiene confiadas. Así pudimos celebrar esta solemnidad en más comunidades cristianas.
Aquella mañana, previo a la celebración, el Señor me tenía preparados unos inesperados encuentros en los que, al conocer la situación de algunas personas, llegó a mi corazón la certeza de cómo Dios consuela y conforta, aun cuando el dolor, enfermedad o limitaciones se instalan en algunas vidas.
Antes de celebrar la eucaristía visité a una persona ya de avanzada edad que había sido por muchos años un gran médico en mi pueblo, creyente y exalumno salesiano en Salamanca. Una de las figuras de las que oía hablar por mis padres.
Respondiendo a la invitación de su hija, me encontré con un hombre de fe que me decía que solamente pudo dar como médico algo de lo mucho que había recibido de Dios, y que ahora, con una enfermedad pesada, solo le pedía que lo preparara para el encuentro con Él. Era tal su convicción y paz, que me fui a celebrar la eucaristía habiendo recibido ya mi dosis de ‘buena palabra al oído’.
En la eucaristía me encontré a un joven de no más de 32 años que a causa de un accidente vive desde hace años en silla de ruedas.
De mi joven amigo me impresionan la serenidad, sonrisa y alegría que viven en su corazón; las mismas con las cuales participa en la eucaristía de cada día y con la que recibe al Señor.
Este joven tendría seguramente todo a favor como para renegar de “su mala suerte”, o incluso, peor aún, podría culpar a Dios de ello, pues solemos hacerlo cuando algo nos supera. Pero no, sencillamente vive sin compadecerse de sí mismo y agradeciendo el don de la vida, aun en silla de ruedas. Incluso, ha ido con su madre a la India para tomar contacto con los más pobres.
Al final de las celebraciones, cuando lo veo, siempre nos saludamos y sus palabras son de agradecimiento, pero soy más bien yo quien debiera agradecerle por su grandísimo testimonio de vida y fe en el Señor.
Así de hermoso e impactante venía siendo mi día de Epifanía cuando a la salida del templo un matrimonio de mediana edad me saluda y felicita. También con rostros de alegría y serenidad, pese a que el esposo estaba aquejado de cáncer. Ambos me hablaban con certeza de que deben vivir este momento y la enfermedad confiados y abandonados en Dios.
Y por último, entre todos los saludos, una madre de avanzada edad, que al presentarse me recordó que años atrás había perdido a uno de sus hijos por enfermedad, y que ella, en estos momentos, estaba sufriendo cáncer. Solo me pedía que la tuviera presente ante el Señor.
Le pregunté cómo se sentía y me dijo que con dolores, pero muy confortada en la fe. Puedo asegurarles que no tenía palabras que decir, porque había sido muy intensa la emoción que viví a lo largo de toda la mañana y los testimonios de vida que llegaban a mí me sobrecogían.
No podía prometer menos que mi oración a cada uno, y así lo vengo haciendo. Al mismo tiempo, tomo conciencia, una vez más y más fuertemente, de cómo el Señor sigue haciendo cosas grandes en los humildes, en los más golpeados por situaciones de la vida, quienes sienten que solo Él es realmente consuelo y auxilio.
Me parece tan importante todo esto que no puedo guardarlo para mí mismo. Hasta pareciera que de esto no se puede escribir, quizá porque no está de moda o porque hoy se habla de otras cosas, pero me rebelo ante todo lo que me impida compartir y testimoniar lo que es importante, profundo y esperanzador en nuestras vidas.
Y no sé por qué, pero tengo la intuición de que no pocos lectores se sentirán en sintonía con esto que cuento y he vivido, porque lo aquí narrado, acontecido en una mañana de Epifanía en un pequeño pueblecito cercano al mar, no solo me ocurre ahí. Es decir, forma parte de nuestra condición humana y en ella el Señor siempre está a nuestro lado si le permitimos que lo esté.
Les deseo lo mejor, queridos amigos. Y sigamos creyendo que en todo momento, aun en los más difíciles, tenemos motivos para la esperanza.
P. Ángel Fernández Artime, Rector Mayor de los Salesianos