Hace 200 años, un niño de nueve años, pobre y sin otro futuro que ser agricultor, tuvo un sueño. Se lo contó por la mañana a su madre, abuela y hermanos, quienes se rieron de ello. La abuela le dijo: “No hay que hacer caso de los sueños”. Muchos años después, aquel niño, Juan Bosco, escribió: “Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca me fue posible borrar ese sueño de mi mente”.
No fue un sueño como otros y no murió al amanecer. Regresó unas cuantas veces más. Con una apasionante carga de energía que fue, para Juan Bosco, fuente de gozosa seguridad y fuerza inagotable. La fuente de su vida.
Tuvo un sueño
En el juicio diocesano para la causa de beatificación de Don Bosco, Don Rua, su primer sucesor, declaró: “Me contó Lucía Turco, miembro de la familia donde Don Bosco iba a menudo para estar con sus hermanos, que una mañana lo vieron llegar más contento que de costumbre. Cuando le preguntaron por el motivo, respondió que había tenido un sueño durante la noche que lo había alegrado”.
“Cuando le pidieron que lo contara, explicó que había visto a una Señora que venía hacia él, que tenía detrás un rebaño muy grande, y que, acercándose a él, lo llamó por su nombre y le dijo: ‘Aquí está Juanito: todo este rebaño lo encomiendo a tus cuidados’”.
“Don Bosco preguntó: ‘¿Cómo podré cuidar de tantas ovejas, de tantos corderos? ¿Dónde encontraré pastos para mantenerlos?’. La Señora respondió: ‘No tengas miedo, yo te asistiré’, y luego desapareció. A partir de ese momento, sus deseos de estudiar para ser sacerdote se hicieron más ardientes, pero surgieron serias dificultades por las limitaciones de la familia y, también, por la oposición de su hermano Antonio, a quien le hubiera gustado que trabajara en el campo como él…”.
Parecía imposible, pero la orden de Jesús había sido imperiosa y la asistencia de Nuestra Señora estaba asegurada. Don Lemoyne, el primer historiador de Don Bosco, resume así el sueño: “Le parecía ver al Divino Salvador vestido de blanco, radiante, con una luz espléndida, en el acto de guiar a una multitud innumerable de jóvenes. Volviéndose hacia él, le dijo: ‘Ven aquí: ponte al frente de estos niños y guíalos tú mismo’”.
“Juanito dijo: ‘Pero no soy capaz’. El Divino Salvador insistió hasta que Juan se puso a la cabeza de aquella multitud de muchachos y comenzó a guiarlos según el mandato que le había sido dado”.
En el seminario, Don Bosco escribió un texto como motivación de su vocación: “El sueño de Morialdo estuvo siempre grabado en mí; de hecho, se había reiterado en otras ocasiones de manera mucho más clara, así que si quería obedecerlo tenía que elegir el estado eclesiástico, al que me sentía inclinado, pero no quería creer en los sueños. Mi modo de vida y la falta absoluta de virtudes necesarias para ese estado hacían dudosa y difícil esa decisión”.
Podemos estar seguros: había reconocido al Señor y a su Madre. A pesar de su modestia, no tenía ninguna duda de que había sido visitado por el Cielo. Ni siquiera dudaba que aquellas visitas estaban destinadas a revelarle su futuro y el de su obra. Él mismo dijo: “La Congregación Salesiana no ha dado un paso sin que un hecho sobrenatural se lo haya aconsejado. No llegó al punto de desarrollo en el que se encuentra sin una orden especial del Señor. Podríamos haber escrito de antemano toda nuestra historia pasada en sus más humildes detalles…”.
Las Constituciones Salesianas comienzan, por estos hechos, con un acto de fe: “Con sentimiento de humilde gratitud creemos que la Sociedad de San Francisco de Sales no es solo fruto de una idea humana, sino de la iniciativa de Dios”.
El testamento de Don Bosco
El mismo Papa ordenó a Don Bosco que escribiera el sueño para sus hijos. Este comenzó así: “¿Para qué puede servir este trabajo? Para superar dificultades futuras, tomando lecciones del pasado; para dar a conocer cómo Dios mismo ha guiado cada cosa a su tiempo; servirá de entretenimiento a mis hijos cuando puedan leer las cosas en las que participó su padre, y las leerán con mucho más gusto cuando, llamado por Dios a dar cuentas de mis acciones, ya no esté entre ellos”.
Don Bosco revela claramente su intención de involucrar al lector en la aventura narrada, hasta el punto de hacerlo partícipe de ella como de una historia que le concierne y que, arrastrado a la historia, está llamado a continuar. La narración del sueño se convierte en el testamento de Don Bosco.
Ahí está la misión: la transformación del mundo, empezando por los más pequeños, jóvenes y abandonados. Ahí está el método: bondad, respeto, paciencia. Y está ahí la seguridad de la protección de la Santísima Trinidad y de la tierna y maternal protección de María.
En las Memorias del Oratorio, Don Bosco cuenta que 20 años después del primer sueño, en 1824, tuvo “un nuevo sueño que parece un apéndice del que tuve en I Becchi cuando tenía nueve años. Soñé con verme en medio de una multitud de lobos, cabras y cabritos, corderos, ovejas, carneros, perros y pájaros. Todos juntos hacían un ruido, un estrépito o más bien un infierno que asustaría hasta al más valiente. Quería escapar, cuando una Señora, muy bien vestida a la manera de una pastora, me hizo señas para seguir y acompañar aquel extraño rebaño, mientras ella iba adelante…”.
“Después de caminar mucho tiempo, me encontré en un prado, donde aquellos animales saltaban y comían juntos sin intentar hacer daño a los demás. Abrumado por el cansancio, quería sentarme al lado del camino, pero la pastora me invitó a seguir caminando. Después de caminar un poco más, me encontré en un gran patio rodeado por un pórtico, al final del cual había una iglesia. Entonces me di cuenta de que cuatro quintas partes de esos animales se habían convertido en corderos”.
“Entonces su número se hizo muy grande. En ese momento llegaron varios pastorcillos para cuidarlos. Pero estaban poco tiempo y pronto se marchaban. Entonces ocurrió algo maravilloso. Muchos corderos se convirtieron en pastorcillos que, a medida que crecían, cuidaban de los demás. Quise irme, pero la pastora me invitó a mirar hacia el sur. ‘Mira de nuevo’, dijo, y yo miré de nuevo. Entonces vi una iglesia hermosa y alta, y dentro una cinta blanca, en la que estaba escrito en letras cubitales: Hic domus mea, inde Gloria mea”.
Por eso, cuando entramos en la Basílica de María Auxiliadora, entramos en el sueño de Don Bosco, que pide convertirse en nuestro sueño.
P. Ángel Fernández Artime, Rector Mayor de los Salesianos.