“¿Tanto te gusta vivir?“, le pregunta Paulina. Y Augusto responde: “Sí, solo tengo uno que otro problema…“, y ella acota: “Pero no es para morirse“. Ambos sonríen juntos, como uno solo.
La Memoria Infinita es un documental especial, porque habla de muchas cosas, básicamente a través de una secuencia de imágenes muy cotidianas, de la conversación en el desayuno, en el paseo por la plaza. Habla de ese sentido de la vida que complicamos tanto y está en lo más simple.
El reconocido periodista Augusto Góngora padeció de alzhéimer durante casi 10 años. Pero gracias al amor mutuo con su pareja, no lo “padeció” realmente, lo que hicieron fue vivirlo día a día como una oportunidad. En solitario habría sido imposible, como casi todo. “La vida es para jugar, para conversar”, le comenta a su pareja, y ella asiente. Y te golpea como espectador, te hace pensar que nuestros problemas son tan grandes como uno los deja ser.
Es difícil entender quién fue más fuerte de los dos. Si quien sufre la enfermedad o quien soporta con entereza ver sufrir a su amado. Pero en esta historia nunca es el uno o el otro, siempre son una misma fuerza, porque el amor debiera ser así. “No me digas que tu casa, tu casa… Es nuestra casa”, le apunta Augusto en el balcón.Y las miradas no son de pena, son de un amor que encuentra espacio para seguir creciendo. Esas son las dificultades.
Porque la memoria deja cosas olvidadas, pero hay otras que no pueden borrarse con nada. El coro de una canción que te lleva Por Paulo Inostroza, periodista a un momento especial, la risa espontánea con un chiste y el llanto, cuando Góngora repasa la muerte de niños en la dictadura. Lo recuerda perfectamente, pero aunque pasen muchos años, aún no entiende por qué. Y se desgarra. Porque como dice al final: “La memoria no son datos, lo que perdura siempre son emociones”.
Y la película es un paralelo hermoso entre la memoria de Augusto y la de un país. Te hace pensar qué olvidó Chile, qué borró y qué realmente quedó de su historia. Sobre todo hoy, cuando todos quieren acomodar el relato a su pinta, recurriendo a las cifras, a argumentos que parecen más irrefutables que el “qué sentías en ese momento”.
Para Paulina cada recuerdo borrado es una oportunidad de enseñar de nuevo. Hace que Augusto mire al cielo y le cuente cómo es un eclipse, le explica cómo andar en bicicleta. Y ella siente esa misma satisfacción de la madre que enseña a un niño a caminar, a sumar y ve en él esa cara maravillosa del asombro que los adultos perdimos por crecer tanto.
Y al final de sus días, tal vez la convivencia ya no es tan hermosa. Cuando él ya no sabe quién es ella y nada puede doler tanto como esa mirada confusa. Cuando Augusto patalea, llora por nada y se pierde. Pero es el momento en que ya ningún diálogo ni palabras son la solución, porque la mente está en otro lado. Lo que sigue vivo es el corazón y solo basta un abrazo. Uno eterno, que no se acabe nunca.
“Quiero estar contigo toda la vida”, le susurra a Paulina, y ella entiende que será así. Porque hoy es su memoria la que lucha por no olvidar ese olor a caricias en el césped, ni cómo sonaba la sonrisa de Augusto a la hora del café. Una película que queda grabada, imposible de borrar.
Por Paulo Inostroza, periodista