Redescubrir el gran valor de la cercanía, amistad, alegría sencilla de la vida cotidiana. El valor de compartir, hablar y comunicarse.
Queridos amigos de Don Bosco y su precioso carisma, escribo estas líneas mirando el borrador del Boletín Salesiano italiano del mes de septiembre.
Este mes me alegra comprobar que los artículos tienen un gran sabor misionero, sobre Filipinas y Papúa Nueva Guinea y, al mismo tiempo, la sencillez de una “misión salesiana” en la casa de Saluzzo, con su “sabor local”.
Leer el Boletín me hace apreciar algo muy nuestro, muy salesiano, y que seguro a muchos nos gusta: me refiero al gran valor de la cercanía, amistad, alegría sencilla de la vida cotidiana, del valor de compartir, hablar y comunicarse. El gran regalo de tener amigos, saber que no estamos solos. Sentirnos amados por tantas buenas personas en nuestras vidas.
Me acordé de un testimonio sincero y honesto de una joven que escribió a don Luis María Epicoco y que él publicó en su libro La luz al fondo. Es un testimonio que me gustaría que conocieran, porque lo considero la antítesis de lo que tratamos de construir todos los días en cada casa salesiana. Esta joven siente, en cierto sentido, que no hay éxito ni realización si falta el más humano de los encuentros: las bellas relaciones humanas.
Esta joven escribe sobre sí misma:
“Querido Padre, le escribo porque quisiera que me ayudara a comprender si la nostalgia que he sentido en los últimos meses me dice que soy extraña o que algo importante para mí ha cambiado. Tal vez te ayude si te cuento un poco sobre mí. Decidí irme de casa cuando tenía 18 años. Era una forma de escapar de un entorno que me parecía tan estricto, tan sofocante para mis sueños. Así llegué a Milán buscando trabajo. Mi familia no podía apoyarme en mis estudios.
Por esto estaba enfadada con ellos. Todas mis amigas estaban ansiosas por elegir una universidad donde estudiar. Yo no tuve otra oportunidad, porque nadie podía apoyarme. Busqué un trabajo para vivir y, durante años, soñé con la posibilidad de estudiar. Lo logré y, con inmensos sacrificios, me gradué.
El día de mi graduación no quería que mi familia asistiera. Pensé que unos campesinos con apenas estudios secundarios no entenderían nada de mis estudios. Solo le dije a mi madre que todo había ido bien y sentí sus lágrimas que, momentáneamente, me despertaron un sentimiento de culpa que nunca antes había sentido. Pero fue una sensación pasajera. Me he realizado con mi propio esfuerzo y no he querido nunca apoyarme en nadie. Incluso en el trabajo, salí adelante porque elegí aliarme conmigo misma.
He pasado años así y no entiendo por qué solo ahora, en medio del encierro de esta pandemia (coronavirus), ha estallado dentro de mí un anhelo por mi familia. Sueño con contarles todo lo que nunca les conté. Sueño con abrazar a mi padre. Por la noche me despierto y me pregunto si se puede vivir una vida emancipada de relaciones tan significativas. Incluso, las historias que he tenido en estos años, nunca les he permitido cruzar la frontera de la verdadera intimidad. Pero ahora me parece todo tan diferente. Ahora que no puedo elegir salir de casa o ir con aquellos que considero importantes, soy consciente de la gran mentira que he estado viviendo dentro todo este tiempo.
¿Quiénes somos sin relaciones? Quizá solo personas infelices en busca de afirmación. Ahora me doy cuenta de que todo lo que hice, en realidad, lo hice porque esperaba que alguien me dijera quién era realmente. Pero a los únicos que podían ayudarme a responder a esta pregunta los he dejado fuera. Y ahora están arriesgando sus vidas, a cientos de kilómetros de mí. Si tuviera que morir, querría estar con ellos y no con mis éxitos”.
Una alegría compartida
Agradezco la honestidad y valentía de esta joven, que ha generado en mí una reflexión profunda sobre la realidad actual. Sus palabras nos invitan a cuestionar el enfoque en logros y éxito económico que muchas familias adoptan, a menudo a expensas de perder la conexión con nosotros mismos. Esta desconexión, vivir sin un centro, afecta a los jóvenes en nuestras comunidades, y sus efectos son notables en su comportamiento y actitudes.
El segundo sucesor de Don Bosco, don Pablo Álbera, recuerda: “Don Bosco educaba amando, atrayendo, conquistando y transformando. Nos envolvía a todos casi por completo en una atmósfera de alegría y felicidad, de la que se desterraban penas, tristezas y melancolía… Escuchaba a los niños con máxima atención, como si lo que dijeran fuera muy importante”.
El primer placer de la vida es ser felices juntos: “Una alegría compartida es doble”. La consigna del educador es “estoy bien contigo”. Una presencia que es intensidad de vida.
Don Ceria, un biógrafo de Don Bosco, cuenta que un alto prelado, después de una visita a Valdocco, declaró: “Tenéis una gran fortuna en vuestra casa, que nadie más tiene en Turín y otras comunidades religiosas. Tenéis una habitación en la que cualquiera que entra lleno de penas sale radiante de alegría”. Don Lemoyne anotó a lápiz: “Y mil de nosotros hemos hecho la prueba”.
Un día Don Bosco dijo: “Entre nosotros, los jóvenes parecen hijos de una familia, todos dueños de casa; hacen suyos los intereses de la congregación. Dicen ‘nuestra’ iglesia, ‘nuestro’ colegio, todo lo que concierne a los salesianos lo llaman ‘nuestro’”.
Este nuevo curso es una oportunidad para cuidarnos a nosotros mismos en lo que es más esencial e importante. Por ‘nuestra’ familia.
P. Ángel Fernández Artime, Rector Mayor de los Salesianos.