Tras años de dedicación amateur y trabajo silencioso, la disciplina en Chile ha iniciado un proceso de popularización y éxito tanto a nivel comercial como deportivo.
Crecí en una de esas típicas casas donde el fútbol era el tema país. De hecho, mi hermano y papá hasta hoy discuten, porque uno es de Colo Colo y el otro de la U. Por suerte, soy del Everton, de más bajo perfil.
Pese a las calles en subidas de Valparaíso nos las arreglábamos con los amigos del cerro Polanco para jugar a la pelota, siempre con el miedo de que se nos fuera de largo hasta el plan o a la casa de algún vecino gruñón que no la quisiera devolver. En definitiva, hacer deporte era jugar fútbol, no había muchas más opciones.
A los 13 años ingresé al Salesiano de la ciudad puerto, donde aprendí mucho sobre valores. Definí allí gran parte de mi personalidad, gustos y amigos. Aún tengo grupos de WhatsApp con ellos e incluso me gano la vida en gran parte por lo vivido en esos cuatro años.
Esos principios son los que me llevaron una tarde de 2015, casi por azar, hasta el rugby, deporte que, precisamente, se encarga de promover cinco grandes valores: integridad, pasión, solidaridad, disciplina y respeto, según declara la página oficial de la World Rugby, el símil de la Fifa.
En Chile este deporte nunca ha pegado del todo, pero durante los últimos años ha comenzado a vivir un “boom” que se ha evidenciado en canales de televisión y redes sociales de medios tradicionales. Incluso, un importante banco le hace comerciales a la selección nacional. Mi yo de 10 años estaría feliz de ver y practicar algo nuevo.
Un año diferente
Así como 2015 fue un año histórico para el fútbol chileno, por la obtención de la primera Copa América, o el 2004 para el tenis nacional, por las medallas olímpicas de Massú y González, el rugby vivió en 2022 lo propio con su “generación dorada”.
Los “Cóndores”, como se le denomina a la selección nacional, clasificaron por primera vez a un mundial de la máxima categoría, eliminando a Estados Unidos en Denver, Colorado. Jugarán en Francia contra potencias mundiales: Inglaterra, Argentina, Samoa y Japón.
A nivel continental, solo dos selecciones sudamericanas habían clasificado a la cita mundial: Uruguay y Argentina. Además de Canadá y Estados Unidos, que juegan las mismas clasificatorias.
Esta hazaña se une a la de Selknam Rugby, la primera franquicia profesional chilena que debutó en 2020 en la Super Rugby Américas, torneo donde se enfrentan los equipos profesionales de Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina y Estados Unidos.
Durante mayo de 2022 disputó la final del torneo, cayendo contra Peñarol en Montevideo, Uruguay. Este segundo lugar es el máximo hito deportivo a nivel de clubes del rugby chileno.
Un deporte de valores
La primera vez que asistí al estadio a ver un partido profesional de rugby fue a un encuentro entre Selknam y Olimpia de Paraguay en el estadio Elías Figueroa de Valparaíso. Pese al resultado negativo en la última jugada, algo me dejó notoriamente impactado: el comportamiento del público.
Toda mi adolescencia me la pasé en el estadio Sausalito viendo al Everton, entre campeonatos, ascensos y descensos, y si de algo puedo dar fe, es que siempre me ha incomodado la facilidad con que la audiencia del fútbol insulta incluso a los propios jugadores.
Para mi sorpresa, pese a lo rudo que es el rugby, se trata de un deporte de contacto donde el respeto es primordial. Las simulaciones, insultos al árbitro y golpes entre rivales son casi inexistentes. Respeto que se traspasa a las butacas y redes sociales. Si insultas a un jugador o te mofas del rival te mandan a ver fútbol.
Nuestro santo fundador, Juan Bosco, señalaba que “tus pensamientos, palabras y obras, todo ha de convertirse en beneficio de tu alma”, por lo tanto, seguir un compromiso valórico incluso en los momentos de disfrute, adversidad y diversión son relevantes para demostrar el tipo de personas que somos. La competencia no implica rivalidad.
Don Bosco también decía que “la dulzura en el hablar, en el obrar y en reprender lo gana todo y a todos”. Habría sido un gran rugbier. No tengo pruebas, tampoco dudas.
Por José Miguel Estay