Don Bosco procuró siempre, por todos los medios posibles, llegar al corazón de los jóvenes. Para él la educación era cosa del corazón y solo se conseguía si se acompañaba “de corazón a corazón”.
En la Carta de Roma de 1884 estableció un principio del todo original, cargado de una profunda sabiduría pedagógica y carismática, cuando afirmó: “La familiaridad engendra afecto, el afecto confianza, y esta abre los corazones”. Este axioma permite comprender cuál es el camino que orienta al educador hasta las puertas del corazón de los jóvenes.
Una secuencia eslabonada e inseparable, que encierra en sí la lógica y el dinamismo de un amor sagrado. En ella juega Don Bosco la magia del carisma.
La senda de la ternura mariana
La concatenación entre familiaridad, afecto y confianza, para Juan Bosco estaba plenamente inspirada en la dulzura y afectividad materna de María.
La familiaridad no traduce otra cosa, sino la experiencia que vivió con su madre Margarita en la casita de I’ Becchi. Un ambiente de sencillez, cercanía y cariño, que reflejaba el mismo amor de la Virgen María. Pistas de esto encontramos en el sueño de los nueve años.
Esa misma atmósfera de familia fecunda el campo para que surja el afecto, que es el amor manifestado, concreto, sensible, palpable… La cordialidad expresada en los pequeños gestos de la vida cotidiana… Cuando existe la familiaridad, las señales del amor circulan iluminando los ojos y sonrisas de todos.
La unión y suma de la familiaridad y afecto hacen nacer la confianza: un “amor de ida y vuelta”. Es la amistad basada en la certeza que dona la fe en el amor recíproco. La confianza abre al joven a la disponibilidad y seguridad en quien llegó hasta su corazón con delicadeza y ternura. Solo a él o ella le abrirá las puertas de par en par.
El mismo Don Bosco insistió y reforzó la esencialidad de esta habilidad educativa, mostrándola como en el negativo de una fotografía: “Sin familiaridad no se demuestra el afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza”.
Como el aceite para la lámpara
San Francisco de Sales, el inspirador de Don Bosco, mencionó en la “Filotea” 354 veces la palabra “corazón”. Escribe: “La dulzura y suavidad de corazón es más rara que la perfecta castidad, pero mucho más deseable (…). De esta, como del aceite para la lámpara, depende la llama del buen ejemplo, porque no hay otra cosa que edifique más que la bondad caritativa”. Adicionó: “La lengua habla al oído, el corazón habla al corazón”.
Para Don Bosco, el educador salesiano tiene como finalidad “ganar el corazón del muchacho”, y solo lo logrará “si sabe hablar el lenguaje del corazón”.
Un corazón así, lleno de la energía, gracia y suavidad del aceite, puede llegar a encender la lámpara del corazón de los jóvenes y hacer arder en ellos el fuego del amor de Dios, que es la fuente de su felicidad.
Por Luis Timossi, CSFPA