La monarquía y aristocracia han significado para la humanidad mucho más que política. Ficción, filosofía, patrimonio y nacionalismo se entretejen, incorporando el pasado y presente de la sociedad.
Son pocas las noticias que impactan de manera transversal al mundo. Además de pandemias globales, conflictos bélicos o
nombramientos de presidentes en países como Estados Unidos, lo normal es que todo permanezca de manera local.
El pasado mes de septiembre supuso un quiebre a esta lógica, ya que la muerte de Isabel II de Inglaterra provocó la expectación general del planeta. Los medios informaban la noticia mientras en redes sociales las personas compartían todo sobre Operation London Bridge, protocolo referido al anuncio del deceso, período oficial de luto y detalles del funeral de Estado.
El interés mundial por el suceso parece estar ligado al fenómeno de consumo que provoca la realeza, que se ve reflejado tanto en productos audiovisuales recientes y galardonados como The Crown, Spencer, The King’s Speech o The Favourite, como también en invenciones fantásticas, películas de Disney orientadas en princesas o la reciente producción de superhéroes de Marvel, Black Panther: Wakanda Forever, que enfrenta a los monarcas de naciones ficticias de África y Mesoamérica.
Pese al glamour y bondades plasmadas en la literatura y pantalla, la idea de monarquía resulta, para nuestra tradición e identidad política, como algo lejano. La falta de cercanía cultural al concepto, incluso, provoca una carencia empática en su comprensión, provocando que más de alguno se pregunte ¿cómo existen reyes y príncipes en pleno 2022?
En algunos casos, los regímenes monárquicos se asocian a ausencia de democracia, autoritarismo e, incluso, la suposición de que sus representantes detentan, aún en la actualidad, conceptos como la divinidad. En ocasiones, nociones muy alejadas de la realidad.
Un poco de historia
En la época de Sócrates (470 aC – 399 aC) se comienza a dar importancia a la dimensión terrenal de las cosas. La política que surge en Atenas como una antigua religión se caracterizaba por la concentración del poder solo en unos pocos, lo que con los sofistas -maestros de las ciencias del discurso- comienza a rotar hacia una política en la que los ciudadanos se relacionaban con la participación de la polis.
La República de Platón, obra más influyente del filósofo de la época clásica, es parte de los argumentos racionales más sólidos en torno a las aristocracias. A través de este texto, el autor planteó la institucionalidad del Estado, con magistraturas e instituciones civiles laicas que se situaban como el real sustento nacional, algo muy similar a lo que vivimos hoy.
Todo el fundamento otorgado al concepto de Estado, monarquía y organización institucional a través de las leyes quedó atrás durante el Medioevo. En el siglo XV la sociedad occidental, en un contexto marcado por el feudalismo, recuperó en el Renacimiento el proyecto humano y científico que colocó a la razón como centro del mundo material.
Sumado al panorama del continente europeo, que vivía el comienzo del protestantismo, surgimiento de ciudades, nuevas actividades comerciales, aparición de grupos sociales y, principalmente, por el nacimiento de los primeros “estados nación” modernos tras el tratado de Westfalia, las monarquías pasaron a tener una función de representación nacionalista.
Esta noción, creada hace 400 años, parece incuestionable, ya que mantiene vigente y justifica la existencia de los estados modernos y mantención de las monarquías en plena era digital.
El presente
El estudio sobre índice de democracia de The Economist publicado en 2022 demostró que de los 10 países con más apertura y participación civil en política, tres corresponden a naciones con monarquías parlamentarias o constitucionales: Suecia, Dinamarca y, el primer lugar, Noruega.
Otros dos de la lista, Nueva Zelandia y Australia, corresponden a democracias parlamentarias que están bajo el alero de la corona británica, donde el monarca de Londres es representado en los países oceánicos a través del cargo de gobernador general.
Todos los países mencionados hacen la separación de la figura del jefe de Estado con la del jefe de Gobierno, lo que quiere decir que la administración del país y su representación están bajo distintos cargos, algo que en las naciones de nuestra región suele mezclarse en la figura del presidente.
En todos los países de la lista de The Economist las funciones de la corona se limitan a aspectos militares, ceremoniales y oficiales, por lo que no ejercen influencia en la administración política o económica del Estado.
Los soberanos son, en pleno 2022, un símbolo de unión nacional, y para ciertas culturas y países representan un patrimonio inmaterial e identidad local, así como la bandera o escudo nacional. En Noruega, por ejemplo, la dinastía tiene más de mil años de historia.
La valía de las monarquías desde hace años reside en razones emocionales por sobre racionales, ya que incluyen el peso de la sensibilidad y valores de un pueblo. Quizás, este mismo sentido de subjetividad que poseen las convierten en un factor de consumo e interés no solo para sus territorios, sino también para todo el planeta.
Por José Miguel Estay, periodista