En un contexto global marcado por la movilidad humana, se vuelve necesario acoger, proteger y promover los derechos humanos de quienes requieren comenzar una nueva vida. La movilidad humana es una de las principales características de nuestra especie. Desde el principio hemos buscado mejores lugares para desenvolvernos y sacar el máximo potencial individual y social que tenemos. De esta forma, logramos desarrollar economías, tecnologías, culturas y naciones a partir de la expansión de barreras.
En los últimos años, la inestabilidad política y, sobre todo, la disparidad económica que existe entre países han provocado que oleadas de personas dejen sus naciones de origen para buscar mejores oportunidades, lo que ha instalado un debate global sobre la gestión de migrantes.
Según el Portal de Datos Mundiales sobre Migración y Organización Internacional para las Migraciones, en 2020, América tuvo un flujo de 73,5 millones de inmigrantes y 47,2 millones de emigrantes. Las principales causas de la movilidad humana son la pobreza, inseguridad, problemas políticos y reunificación familiar.
Datos compilados por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas (DESA) indican que el número de migrantes internacionales ha crecido más rápido que la población mundial, llegando a una de las mayores tasas de movilidad humana en la historia moderna.
Esto se relaciona con el aumento de desplazamientos forzados a través de las fronteras internacionales, los que siguen acrecentando el número mundial de refugiados y solicitantes de asilo en unos 13 millones, cerca de la cuarta parte del total mundial.
El caso nacional
El Servicio Nacional de Migraciones y el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) estiman que al 31 de diciembre de 2020, la población extranjera residente en Chile correspondía a 1,4 millones de personas, aumentando cerca de 18% cada año.
El incremento de quienes vienen en busca de ayuda a nuestro país ha generado, por un lado, un legítimo diálogo respecto de las condiciones de ingreso, pero, por otro, manifestaciones que distan de un sentido de acogida, en particular una ocurrida en el norte de nuestro país durante septiembre de 2021.
El Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, ante la quema de pertenencias de migrantes, dio a conocer una declaración expresando el dolor y rechazo a los actos cometidos contra hermanos extranjeros en la ciudad de Iquique.
La misiva señala que “como obispos de la Iglesia Católica en Chile, nos unimos al dolor y al rechazo que han ocasionado los actos de violencia cometidos contra hermanos inmigrantes en la ciudad de Iquique, ocurridos en los últimos días. Observar la agresión a personas en situación de vulnerabilidad, incluidos niños y adolescentes, junto a la destrucción de sus pocas pertenencias, mientras se gritaba “vivas” a Chile, nos llena de vergüenza y de estupor. No es ese el Chile al que todos aspiramos”.
La carta enfatiza que estas actitudes no contribuyen, pues dañan la dignidad de las personas: “Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables, que han de ser respetados por todos y en cualquier situación” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 62).
Además, subraya que “no podemos olvidar que detrás de la migración hay situaciones de pobreza, violencia y de crisis de las que se huye. Por eso la migración, junto con ser un hecho doloroso, es también un derecho humano, porque las personas tienen derecho a buscar una vida mejor y a huir de la desesperación”.
Sostienen, además, que “si la dignidad de la persona humana no queda a salvo y, por el contrario, consideramos a algunos menos valiosos o descartables, no hay futuro ni para la fraternidad ni para la sobrevivencia de la humanidad”.
Finalmente, el Comité Permanente invita a los católicos a “no asumir ni promover actitudes hostiles al inmigrante. Una mentalidad xenófoba y replegada sobre sí misma, sea por la consideración que sea, no puede prevalecer por encima de las más hondas convicciones de fe, que nos hacen sostener el valor de cada persona humana y la ley suprema del amor fraterno”.
Salesianos y migración
Nuestro padre Juan Bosco emigró desde I Becchi, la zona rural donde nació, hasta Chieri, para posteriormente llegar a la urbana Turín. Se trata de un tema, por lo tanto, presente desde el origen de nuestra Congregación.
En aquellos años la migración no solía darse entre habitantes de distintos países, ya que el principal flujo era de personas que partían desde el campo a la ciudad, para encontrar trabajo en las nacientes zonas industrializadas.
Desde el comienzo, Don Bosco se enfrentó a esta realidad y recibió en su oratorio a jóvenes migrantes estacionales o permanentes, de áreas rurales como él, que quedaban marginados de la sociedad, sin trabajo y sin educación.
Pese a los más de 200 años de su natalicio, aquel legado vive. El Rector Mayor, P. Ángel Fernández, en su mensaje de Aguinaldo 2020 aludió explícitamente a la importancia de su herencia y no olvidarla: “Lo llevamos en el ADN, somos hijos e hijas de un emigrante, que acogió emigrantes y que envió a sus hijos misioneros a atender a los emigrantes”.
El mismo Rector Mayor, en su visita a República Checa en 2017, se refirió a la migración de forma clave: “He visitado más de 60 países y veo que cada nación es original y maravillosa. Quiero ser honesto: lamento que construyamos muros. Esto me preocupa, porque creo que otras personas pueden enriquecernos. No me refiero a que debe haber un gran caos, ¡no digo esto! Solo quiero decir que una persona diversa de nosotros no debe ser necesariamente peligrosa y tener cuidado no significa ver a un enemigo en cada extranjero”.
Como parte del legado de Don Bosco, es insoslayable trabajar por ellos e incluirlos. No debemos mirarlos como cifras o problemas, porque su dignidad e identidad dependen de nuestra acogida.
Por José Miguel Estay