No es solo el respeto por la vida humana lo que hace de la eutanasia una manzana envenenada, es la constatación de que, por querer respetar la autonomía de unos pocos, se termina eliminando a muchos.
Es ampliamente conocida la historia de Blancanieves, que sucumbió por aceptar la manzana envenenada de su madrastra. ¿A quién no le gustaría una muerte dulce? ¿A quién no le gustaría una muerte digna? ¿A quién no le gusta ejercer su autonomía?
Originalmente, la palabra eutanasia (literalmente buena muerte) expresaba ese universal deseo de partir de esta vida sin dolor, rodeado de los seres queridos y después de una vida larga y fecunda ¿Quién no desearía algo así?
El concepto actual, sin embargo, es distinto: la eutanasia es la eliminación de un ser humano con el fin de aliviar su sufrimiento. Lo que se quiere legalizar no es el suicidio, es matar a una persona que lo solicita. Lo que podría parecer razonable en el contexto de un campo de batalla, donde los heridos piden misericordia a sus compañeros o a sus enemigos cuando saben que solo tienen por delante la muerte. Es muy distinto a lo que se verifica en nuestros hospitales.
Desde hace ya un buen tiempo los cuidados paliativos tienen la capacidad de contener el dolor y ofrecer al enfermo, a través de un equipo interdisciplinar, lo mejor que los seres humanos podemos ofrecer a nuestros congéneres ante nuestro destino inevitable: cuidado y cariño.
No es casualidad que este haya sido el primer impulso de la medicina, liderado por una mujer enfermera, Cicely Saunders: los cuidados paliativos en el contexto de los Hospices, hace ya más de 50 años. Solo después apareció el falso atajo de la eutanasia.
La eutanasia no viene del mundo médico, sino de personas desilusionadas con la promesa de la medicina hipertecnologizada, que muchas veces simplemente prolonga lo inevitable. La incapacidad de los médicos de aceptar los límites de su arte y de los familiares de no querer separarse de un ser querido lleva en ocasiones a prolongar el sufrimiento innecesariamente. No es sano que alrededor de la mitad de las personas muera en hospitales y no en sus casas, rodeados de los suyos.
Muerte digna no es eutanasia, es reconocer la dignidad del que transita inevitablemente hacia una nueva vida; hacia la casa del Padre para los que creemos en la promesa de Jesús (Jn 14, 5). Abandonar en el dolor, eliminar al que sufre, aun cuando lo pida, no es dignificar la muerte, es solo evitar hacerse cargo del que sufre.
Imagino que ninguno de los que me leen piensa que lo que corresponde hacer ante un intento frustrado de suicidio es ayudar al suicida a cumplir su objetivo por respetar su autonomía. Asfixiar con una almohada al ser querido que encontramos inconsciente junto a un frasco vacío de somníferos no parece ser la solución adecuada. La eutanasia es precisamente esa solución inapropiada ante el que pide la propia muerte. Inapropiada porque lo que se requiere es cuidado, y el cuidar no mata.
Para nosotros, los cristianos, que creemos en un Dios que se hace cargo del sufrimiento humano, como Buen Samaritano, la eutanasia es inaceptable, puesto que no somos los señores de la vida, sino solo acompañantes de la vulnerabilidad y del dolor de los hermanos y hermanas. El cristianismo fue pionero en hacerse cargo de los enfermos y no puede ser pionero en eliminarlos ni abandonarlos.
Pensando, con todo, más allá de nuestras convicciones de fe, ¿es la legalización de la eutanasia lo que hará un Chile mejor, más justo y solidario? o ¿no es más bien la universalización de los cuidados paliativos a través del acceso universal a una salud digna? Se me objetará, sin duda, que la eutanasia se dirige hacia ese reducido número de casos donde ni los mejores cuidados paliativos logran mitigar el dolor y el deseo de morir. No se puede negar que esos casos existen, por pocos que sean. Pero debemos preguntarnos si no estamos usando un cañón para matar una mosca.
Como muestra la experiencia de Holanda, país pionero en la legalización de la eutanasia y sospechoso de ser incapaz de regular adecuadamente una práctica por vía de la ley, un 20% de las muertes por eutanasia (que rondan el 5% del total) son sin consentimiento ni solicitud del paciente. Eso significa que en un 20% de los casos ni siquiera se respeta la autonomía del paciente, que se supone que es el fundamento de la legalización de la eutanasia.
Si en Chile mueren cada año 100 mil personas aproximadamente, querría decir que todos los años podrían eliminarse mil personas sin su consentimiento: 50 veces los muertos del estallido social.
Más allá de este análisis numérico, sin duda relevante, está la cuestión de fondo de qué hacemos con las personas que llegan al final de su existencia ¿Las eliminamos lo más rápido posible, como si fueran un estorbo, aprovechando que nos lo piden ellas mismas? ¿No sería mejor esforzarnos como familias y como sociedad en dar a nuestros seres queridos los cuidados necesarios en la última etapa de su vida?
La legalización de la eutanasia no es una cuestión de fe, es una cuestión de buenas políticas públicas. No es solo el respeto por la vida humana lo que hace de la eutanasia una manzana envenenada, es la constatación de que, por querer respetar la autonomía de unos pocos, se termina eliminando a muchos.
La tentación de la eutanasia es la respuesta a la incapacidad de la técnica moderna de ser fiel a su promesa de terminar con el sufrimiento y la enfermedad. El peligro mayor es creer en otra falsa promesa, cuando deberíamos despertar de nuestro sueño y reconocer que solo el cuidado y el acompañamiento, a imagen de Cristo, Buen Samaritano, es la respuesta a la vulnerabilidad humana.
Por Cristián Borgoño, Pbro. Arquidiócesis Santiago, Dr. en Bioética