Un plebiscito marcado por la participación juvenil, que ahora depara nuevos desafíos a los que todos los “Buenos Cristianos Honestos Ciudadanos” deben sumarse. Temprano se constituyeron las mesas para el plebiscito que decidía si se cambiaba la Constitución o no. Los primeros en llegar fueron los mayores, gente que lleva inculcado el votar como un deber y entiende cuánto costó ganar ese derecho. Faltaban vocales y muchos jóvenes se ofrecieron como voluntarios. Ya no es la generación indiferente que se quejaba del sufragio obligatorio, sino una que se siente partícipe, protagonista y asume su responsabilidad social.
“Honestos ciudadanos”, hoy día más que nunca es una expresión de Don Bosco que se relaciona directamente con el sentirse responsables por la comunidad. Por eso podemos entender que la verdadera democracia es una herramienta que incluye y no discrimina. Es un estilo de convivencia de la sociedad que combina responsabilidad, libertad y participación.
No sirve quejarse a la distancia, porque faltan buenas intenciones si no presentamos las nuestras. Esas que no responden al bien de cada uno de manera individual. Al contrario, representan el bien colectivo en una sociedad donde la calidad de vida se mide erróneamente por el tener y deja rezagada la integralidad humana. El buen vivir tiene que ver con la familia, con la educación de nuestros hijos e hijas, con el respeto por el adulto mayor, por combatir la explotación laboral y tantas formas de nuevas esclavitudes, donde los puntos de vista pueden convivir, se respetan y a través del diálogo es posible generar consensos.
Así comenzaron a llegar los jóvenes en bicicleta con ojos soñadores, atentos a un resultado que lleva necesariamente a un segundo paso que implica buscar líderes entre la gente común. Ahí se necesita ese cristiano que un día dejó de sentarse en el último asiento donde apenas se veía su cara. Y es el momento de preguntarnos qué es lo que realmente queremos, qué escribiríamos si nuestra vida fuera una hoja en blanco.
Procesos sociales
La cultura es una trama compleja que expresa las transformaciones, madurez y realidad que va construyendo el ser humano al habitar el mundo. De esta surge la configuración de las sociedades, las valoraciones y significados que se les da a la vida, a lo religioso, a las relaciones sociales y políticas. Todo aquello que concebimos como “nuestra forma de vida”.
Las valoraciones son, justamente, estas acentuaciones que las culturas consideran más significativas en un momento determinado de su historia. La preponderancia de unas lleva a dejar otras en segundo plano. Podemos experimentarlo, aunque de forma análoga, con las estaciones del año, donde el invierno culmina y da paso a la primavera.
Estos cambios son “procesos” que se gestan, desarrollan y culminan, dando paso a otro nuevo que surge, negando al anterior. Así, de manera muy sencilla podemos comprender las realidades históricas de los pueblos, de sus luchas y de las reclamaciones de todo aquello que se ha visto ensombrecido por mucho tiempo y que, al paso del mismo, emerge exigiendo un nuevo sitio en la mesa de las conversaciones.
En algunos casos, estas transformaciones derivan en auténticas crisis, dado que en algunos momentos los cambios naturales son acelerados, o bien, se retrasan desmedidamente. Si no estamos atentos al devenir de la corriente de la existencia y no tenemos un adecuado discernimiento de la misma, corremos el riesgo de sumirnos en crisis irreparables o ingestionables.
Puntualicemos esta reflexión observando la crisis de confianza por la que atraviesan, en general, todas las instituciones. Ellas han surgido para responder a una situación concreta y determinada de la sociedad, pero si las condiciones cambian -y de hecho siempre cambian- y no han realizado un proceso de transformación simultáneo, corren el riesgo de quedar atrapadas y terminar siendo irrelevantes. Si a esto se suma que por su autonomía se preocupan más de sus problemas internos que por los fines por los que fueron creadas, la crisis es aún mayor e irrumpe de forma casi insalvable.
En Chile estamos en plenos procesos de democratización, porque la democracia no es algo que llega y se instala, requiere cambios constantes y atingentes a las exigencias sociales. No porque algo está institucionalizado tiene inmediatamente sentido en el transcurso del tiempo; el sentido debe ser buscado continuamente, de acuerdo al cambio permanente de la realidad, lo que requiere de nuestra parte una participación activa, el protagonismo de todos y todas.
La convivencia social, la amistad cívica, la conciencia de la justicia y la necesidad de gestionarlas de manera adecuada. Un crecimiento del sentido social, una búsqueda del sentido de la caridad, del cual no nos podemos marginar, es tarea cotidiana, más aún del cristiano/a, que busca continuamente seguir el dinamismo propio del Espíritu Santo.
Fratelli Tutti
Recientemente, el Papa Francisco firmó su tercera encíclica “Hermanos Todos: la fraternidad y la amistad social”. Poco más de 150 páginas que sugieren pensar en un código de comportamiento de las relaciones sociales, económicas y políticas, a la luz de la experiencia que el mundo está viviendo con la pandemia, pero también de los procesos sociales históricos, donde cita “La Iglesia y la patria”, homilía del cardenal Raúl Silva Henríquez que muestra su mirada de cómo construir y mantener la libertad de los pueblos.
En 1968, la encíclica “Populorum Progressio” también nombró a un chileno, Mons. Manuel Larraín, obispo de Talca, por su experiencia de coraje e innovación al repartir tierras de latifundios, heredados por la Iglesia Católica, a los mismos campesinos que las trabajaban en condiciones un tanto feudales. Experiencia pacífica y razonada, anticipo del protagonismo de ‘’los olvidados’’ que nació de un Chile sano e inquieto, que no admite la postergación social de cualquier sector de la población.
Una propuesta que despliega a lo largo de la lectura del documento para dejar de entender la solidaridad y fraternidad como acciones solo de beneficencia, donde nos mueve un sentido de compasión para tender la mano a quien pide ayuda. Se hace necesario experimentar nuevos caminos y criterios para actuar con aquella amistad social que Aristóteles ya consideraba superior a la que se establece por utilidad o placer, sino aquella que conduce al bien común, aquel fin último de la política.
En este sentido, la política requiere en quien la practica no desconocer alguna dosis de santidad personal, especialmente en términos de sensatez, perspectiva a largo plazo y, sobre todo, humildad.
Una fraternidad para una nueva amistad social como principio motor de una nueva manera de hacer política. Ejercicio cotidiano de aprender a “pensar y actuar con el otro”, y no solo moverse “para el otro”, propone el Papa Francisco. En esta perspectiva, se abre a los jóvenes el camino para subirse al mirador más alto para soñar y colocarse en el centro de la transformación de una sociedad individualista a una con mayores rasgos de corresponsabilidad.
Participación juvenil
El plebiscito vivido en octubre, donde se definía si se aprobaba o no el cambio a la Constitución, ha sido una de las votaciones con mayor participación ciudadana de la última década. Muchos hablan de que fue posible gracias a la alta participación de los jóvenes, porque se reconciliaron con este deber cívico, pero también puede ser observado como una muestra de su búsqueda de sentido a la realidad en la que nos encontramos.
En los albores del siglo XXI, en vez de unir fuerzas como seres humanos, muchas veces lo que hacemos es dividirnos, desconocer el principio unificador y basal de la antropología humana que exige ser profundamente comunitarios. La búsqueda de unidad se ha visto opacada, externa e internamente, por una creciente y desbordante individualización que, llevada a los extremos, ha hecho desconfigurar el auténtico rostro del ser humano.
Un individualismo exacerbado se ha instalado en nuestra manera de relacionarnos, introduciendo sentidos que no son anhelados verdaderamente por el corazón humano. Nos hemos centrado en saciar nuestros deseos materiales, abandonando toda aspiración de una comprensión humana, como la fraternidad al servicio del prójimo y, además, desterrando de nuestras opciones y decisiones todo valor cristiano que sostiene la convivencia.
Este estilo de vida ha llevado a tantas personas a vivir una auténtica desintegración de sí. A vivir pendientes continuamente de aquello que han generado, supuestamente para una mejor calidad de sus vidas, personales, familiares, institucionales. Es tan abrumador el exceso de preocupación por lo externo que, en definitiva, el mismo ser humano ha quedado a la deriva, abandonado a su propia suerte.
Este fenómeno lo podemos observar incluso en la educación, con el poco tiempo que existe para que se desarrolle apropiadamente. Todos estamos tensos, las familias, los educadores, los estudiantes, porque tenemos que rendir al final de año unos exámenes que no se ocupan directamente de la “educación”, sino de un determinado aspecto de la misma, por lo demás, muy reductivo de la persona. Debemos jugar con esas reglas, pero uno se pregunta, ¿será ese el camino? Dentro de esos márgenes que tenemos establecidos, ¿será que podemos movernos y hacer cambios desde dentro?
Los jóvenes se mueven en búsqueda de ese sentido. Nuestros proyectos educativos hacen siempre esa lectura, proponiendo, además, estrategias propias de nuestra espiritualidad, como la presencia activa entre ellos, la alegría como forma de gestionar los conflictos, la simpatía para comprender la realidad y significarla, o resignificarla. Todo eso es parte de nuestra identidad, pero requiere ser potenciada continuamente para no dejarnos llevar por el “peso de la inercia social” que nos arrastra, como el mar con un barco a la deriva.
Tal como Jesús interpreta la realidad de su tiempo, hoy no es momento de exclusión, sino de inclusión; no es momento de discriminación, sino de unidad; donde la generosidad no se mide por la cantidad, sino por la cualidad. El sentido no es algo que uno define de una vez y para siempre. Así como Jesús se conmueve y nos invita a hacernos parte del sentido que Dios le da a la vida, nos permite significar la realidad que nos toca vivir, donde podemos colaborar con un enfoque cristiano de la misma.
Esto, obviamente, es una manera alternativa y propositiva para vivir una vida con sentido y desde el sentido, poco convencional, y hasta más lenta, pero a la larga más fecunda y duradera.
De la resignación a la acción
Para una comprensión más profunda de “Hermanos Todos”, hay un elemento que es necesario poner de relieve y que representa la continuidad de Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires, antes de que asumiera el Pontificado en 2003 con el nombre de Francisco.
Con su acento porteño, estimulaba a superar las dudas de los pobladores, sectores que él ama llamar ‘’periferias existenciales’’, cuando se sentían excluidos y manifestaban su resignación a vivir en la postergación. Bergoglio les preguntaba: “Y vos, ¿qué haces?”. Una manera de romper con la aptitud que es muy recurrente frente a la imposibilidad de influir.
Esta fue su manera de iniciar una cultura del rescate de los sectores populares. Rescate es más que reivindicar, porque significa volver con sentido a las raíces y a la identidad de una acción. El reivindicar se puede acompañar con tintes de rabia y odio en casos extremos.
Francisco traslada a la Encíclica la Teología del Pueblo, de la cual fue precursor, presentando a los pobres, los trabajadores informales como nuevos sujetos y actores, no solo sociales, sino políticos, para diseñar el rostro de un mundo que debe cambiar y volver a asumir aquella semejanza de la convivencia armónica y fraterna, no solo de Dios, sino también con el hombre, la naturaleza, la creación y la ley del amor recíproco. Este último es el primer pacto educativo que Jesús propone en el templo, para construir la Nueva Jerusalén en una Humanidad que había acumulado demasiada intransigencia.
Este ha sido el camino por el cual la Providencia y la historia han conducido al Papa Francisco. La Doctrina Social de la Iglesia se pone de vanguardia frente a ciertos pensamientos modernos. El tejido de la sociedad actual no siempre reconoce a todos como sujetos de desarrollo, a menudo es excluyente con los que menos tienen, que con su trabajo sin regulación y, a veces, de interminables faenas, permiten a otros alcanzar posiciones políticas, económicas y sociales ventajosas.
Debido a esto, todo el quinto capítulo de Fratelli Tutti es dedicado a “La buena política”, dirigida en particular a los políticos y a los que quieren dedicarse a ella. Un documento que se complementa con Caritas en Veritate, promulgada en medio de la crisis económica de los años 2008-2009, que advierte de los riesgos de una economía al estar en las manos de managers y financistas sin mayores escrúpulos. Aquí es un llamado a ser políticos buenos y honestos, generosos y competentes, menos litigiosos y más ingeniosos.
A la altura de las circunstancias
Los muchachos se sacaban fotos, guardaban el lápiz pasta azul y sabían que estaban en un momento importante. “Es mi primera votación donde siento que mi voto vale”, decía Fernando, tras salir del colegio donde sufragó. Y aguantaron, sin quejarse, largas filas, con un calor que invitaba a retirarse, pero no lo hicieron. Nunca más.
Hubo respeto a los protocolos, a la tercera edad, al que pensaba distinto. No era lugar para peleas verbales ni físicas, solo un catastro en silencio que definió qué quiere la gente. Los jóvenes demostraron que están a la altura, que pueden inclinar la balanza en temas duros, que las redes sociales tienen verdadera utilidad, convocante, motivadora.
Cumplieron con su responsabilidad de ciudadano y ahora viene la parte del honesto, la que tanto se pide y tan difícil parece su búsqueda. La vieja escuela del liderazgo pierde apoyo y se busca otro tipo de conducción, caras nuevas con ideas que incluyan, que consideren al de al lado, gente con valores. Y ese tipo de personas está entre la gente común, por eso los jóvenes se miraban, con una sonrisa en la cara, pensando que tal vez ese líder que se busca eran ellos mismos.
Los principales cambios para mejorar un país no pasan por dos o tres reglas específicas, sino por una concepción de fondo, de sentido colectivo, de entender la sociedad como una gran familia. Si le va bien a otro, nos va bien a todos.
Los mayores miraban a los jóvenes con orgullo, recordaban los tiempos en que soñaban con miles de cosas, muchas de ellas nunca se cumplieron. Jóvenes que entienden que gran parte de su camino lo harán ellos mismos, independiente de quién ocupe tal o cual cargo. Que su trabajo, dedicación y rectitud siempre los llevarán a buen destino. Pero sienten que hay que hacer cosas importantes, aunque ellos estén bien, aunque tengan internet y no les falte comida. De eso se trata la solidaridad, el amor al prójimo. Si eso se contagia, podremos decir un día que sí, de verdad entendimos todo.
Por P. Claudio Cartes, Nello Gargiulo y Paulo Inostroza
Bonito y emotivo el artículo…Pero, frente a todos los males señalados, pienso que lo que necesitamos es visualizar con claridad las alternativas posibles de solución: ¿Neoliberalismo con un Estado subsidiario? ¿Neosocialismo con un Estado benefactor? ¿Socialdemocracia? Etc.
Y desde nuestro enfoque cristiano, ¿Cuál de esas alternativas es menos difícil de evangelizar?