La sociedad hoy visualiza, remarca y admira el protagonismo valiente y generoso de muchísimos servidores de la salud que entregan su tiempo, energía, habilidad y, en algunos casos, hasta su propia vida en la asistencia a los enfermos de la pandemia del Covid-19.
El “principio samaritano”, radicado en el corazón del hombre por el amor creador del Padre, e instalado por Jesús como energía vivificadora del Reino de Dios, es germen de entrega social y oportunidad de valoración de lo que verdaderamente trasciende y dignifica al ser humano: el amor.
Joven, enfermero y santo
En la ciudad de Viedma, Argentina, hacia fines del 800 y primera mitad del 900, encontramos el ejemplo de un joven migrante de nacionalidad italiana. Enfermero que desplegó una vida de servicio y entrega a los más pobres y necesitados. La heroicidad de sus virtudes y las gracias obtenidas por su intercesión han originado su reconocimiento por parte de la Iglesia: es el salesiano coadjutor beato Artémides Zatti.
¿Cómo hizo para transformarse, con tanta radicalidad y coherencia, en un “honesto ciudadano y buen cristiano”?
Sufrir lo que sufren los demás
Su profundo proceso de evolución humano-cristiana surge de una experiencia fatídica que se hizo germen de una vida nueva. Al tener que cuidar a un sacerdote enfermo, se contagia de la “enfermedad del siglo”: la tuberculosis.
Con su salud hecha jirones, es enviado a la ciudad de Viedma, cuna del asombroso despliegue de la actividad misionera salesiana en la Patagonia. Allí, en el trato con el famoso “cura doctor” (P. Evasio Garrone), realiza un proceso de conversión. Este buen misionero salesiano le dice: “Si le prometes a la Virgen que vas a atender a tus prójimos enfermos, te vas a sanar”. Y Zatti, con la sencillez y confianza propia de los humildes campesinos entre los que había nacido, comentaba: “Prometí y sané”.
Su fe en María Auxiliadora está, pues, a la base de su transformación y definitiva entrega. Así se convertirá en el enfermero que dedicará toda su vida a cuidar, “en nombre de la Virgen” y “con las actitudes características marianas”, a los más desdichados de sus hijos e hijas: “Sus predilectos”.
Zapatillas para un Jesús de 12 años
Su secreto más íntimo fue tratar a todos viendo a Jesús en ellos. Cuidar de Jesús sufriente en los enfermos y en los pobres.
Tenía en su hospital “San José” a un chiquito macrocefálico. Los médicos querían enviarlo a Buenos Aires, pero Zatti decía: “No, porque su apacible inocencia atrae las bendiciones del cielo y es como un pararrayos que nos defiende de todas las tormentas”. También residía allí la famosa “muda”, con un carácter que la hacía a veces intratable. Zatti era el único que la asistía siempre, con paciencia y dulzura, y la tranquilizaba. A los pacientes más difíciles, como el enfermo crónico que hacía sus necesidades en la cama, él se los reservaba para atenderlos personalmente. Su vida no era poesía, era caridad real, nacida de su amor a Jesús. “Don Zatti es un santo”, era la opinión y el comentario común entre los que lo trataban. Su persona irradiaba una transparencia que iba más allá de sus virtudes humanas naturales y suscitaba como un encanto o fascinación. Eran el fruto de su oración y de su vida interior, que él alimentaba en la puntualidad y el recogimiento de las prácticas de piedad.
Su testimonio se transmitía, incluso, entre personas no creyentes. “Si el Señor Zatti fuese sacerdote, yo me convertiría”, afirmaba un comunista amigo suyo. También trabajaba con él un médico: hombre difícil, nervioso e incrédulo. Zatti contestaba a sus frecuentes insultos y exabruptos con respuestas humorísticas o con breves señales de asentimiento. Con el correr del tiempo, este señor se convirtió en su admirador y se acercó a la fe.
Compromiso vivido en alegría
Don Zatti era piadoso, trabajador, sacrificado, pero con un rasgo típicamente salesiano: nunca perdía el humor.
Necesitado de todo para atender a sus pobres enfermos, decía: “Yo no le pido a Dios que me traiga las cosas, sino que me diga dónde están y yo las voy a buscar”. Al entrar cada mañana a su hospital exclamaba en voz alta, casi como un saludo: “¿Están todos vivos, todos respiran?”. No teniendo dónde colocar el cadáver de un fallecido, hasta el momento de su entierro lo depositó en su propia cama, y ante la interpelación de algunos, respondió: “No hay que tenerles miedo a los muertos, sino a los vivos”.
Don Zatti se hace presente hoy, revelándonos algunos secretos y ocurrencias prácticas. Así, cada uno de nosotros debe aprender también a vivir, en sus propias tareas y ocupaciones cotidianas, el espíritu de “honestos ciudadanos y buenos cristianos” con el que Don Bosco nos soñó.
Por P. Luis Timossi, sdb