“Mi papá quiso enseñarme a elevar volantín y tirar el trompo, pero es más entretenido el beyblade”, cuenta Ignacio, de nueve años. Su amigo Matías, de 10, explica que “son juegos de viejos. Me gusta más matar zombies o construir cosas en la tablet”. Estamos en el popular Parque Ecuador de Concepción y los niños se pasan la pelota de básquetbol, otros van a los columpios y algunos compiten conectados. Jaime, papá de “Nacho”, confiesa que “yo tampoco sé lanzar un trompo. A veces jugamos un rato al emboque, pero los niños no pescan mucho”.
Ambos se ríen cuando escuchan hablar de las polquitas o bolitas. En el almacén de la esquina no las venden, los volantines aparecen solo en septiembre, mientras que emboques y trompos son artículos exóticos de ferias artesanales. En las zonas más urbanas del país cuesta encontrar niños jugando al luche o saltando la cuerda; la rayuela es una práctica asociada a las sedes de clubes deportivos y las carreras de tres pies o ensacados solo emergen cuando las empresas y colegios tienen sus competencias internas por alianzas. ¿Y dónde están el resto del año? ¿Son juegos que enfrentan un triste escenario de extinción?
Manuel Gutiérrez, académico de Historia y Ciencias Sociales de la UCSC, explica que “la mayoría de los juegos tradicionales han ido perdiendo público en las ciudades, pero se mantienen vivos en los pueblos y zonas rurales del país. Los planes y programas de los colegios no ayudan mucho a su conocimiento y se transforman en actividades de entretenimiento marginal y ocasional en el mes de septiembre. Falta una comprensión del origen y contexto de los juegos folclóricos y su importancia en la sociedad, como de las virtudes que se desarrollan gracias a ellos”.
El volantín nació en China, pero lo trajeron los españoles a Chile en el siglo XVIII, lo mismo que el “corre el anillo”. Los mapuches, en tanto, aportaron la chueca, juegos de pelota, la honda y carreras de caballos, entre otros. En la época colonial se popularizaron la rayuela (deporte nacional desde 2014), las bolitas, trompo, emboque y palo ensebado. Los griegos son los creadores del luche y la payaya.
Más allá de la evolución natural que se da en los juegos, jugar ya es fundamental, porque enseña a los niños a perder. Sí, a perder, contrario a lo que hacen los padres cuando se dejan ganar para no herirlos. También es su primer acercamiento a las reglas, que ya no son desde y hacia sus papás, sino para relacionarse con amigos.
Y aunque creemos que no hay más realidad que en nuestra burbuja, no se juega a lo mismo en el sur que en el centro del país, ni tampoco en el campo. Es en esos lugares donde se hace la resistencia, donde se preserva lo más nuestro.
“Las pequeñas ciudades y zonas rurales del denominado Chile Central mantienen costumbres tradicionales basadas en la antigua vida campesina chilena. También en el norte de nuestro país existen juegos de una cultura diferente, más cercana a Perú y Bolivia, propia de una geografía distinta a la zona central. En el extremo sur, los juegos costumbristas son también otros, más cercanos a la vida de la Patagonia argentina. Finalmente, en Isla de Pascua existen juegos propios de sus habitantes”, expresa el profesor Gutiérrez.
Y a eso añade un nuevo escenario que también cambiará las cosas: “No debemos descartar en el futuro la influencia de las recientes olas migratorias”. Y, claro, si los jesuitas y españoles aportaron lo suyo hace algunos siglos, ahora es momento de que haitianos, venezolanos y otras nacionalidades enriquezcan nuestra cultura, también a través de sus juegos y tradiciones. Padres y colegios son los encargados de transmitir nuestra identidad a través de los juegos típicos. Distinto es que un niño decida no elevar un volantín a que nadie le haya enseñado a hacerlo.
Le cuento a Matías de estos juegos y me mira con cara de confundido. Como un viejo contando anécdotas que a nadie le interesan. “¿Cuál es la chueca? ¿Puedes buscarla en tu celu?”, me dice para ver alguna imagen. Jaime me acota que “los niños de ahora son así”, que es la excusa que ocupamos siempre como papás cuando sentimos que la pelea está perdida.
Bueno, ya no están los recortes de Icarito y la ciudad está llena de cosas divertidas. La ciudad. Y desde acá nos cuesta imaginar que más al norte algún niño está haciendo un hoyo en la tierra para ver si caen par o noni. El ‘profe’ Gutiérrez me dice que la rayuela y los volantines siguen siendo furor en Arica.
¿Y cuántos adultos podemos hacer bailar un trompo sobre la palma de la mano? Porque recuerdo que, de chico, cuando alguien tomaba esa cucarra danzarina de una pierna, era como ver magia. Parecía tan difícil, pero soñabas con un día hacerlo. Quizás faltan magos que ilusionen. Tal vez no es que “los niños de ahora son así”, sino que los hicimos de esa forma. Quizás, solo es cosa de hilo, papel, un par de palos cruzados y algo de motivación.
Por Paulo Inostroza, periodista