Las tierras del fin del mundo atesoran el recuerdo de la llegada del Carisma Salesiano en femenino a nuestra patria. Magallanes es la casa de las misioneras y es el corazón desde donde surge toda la misión de las Hijas de María Auxiliadora en Chile. Los caminos a la Tierra del Fuego llegaron a destino y el fuego encendido en el extremo más austral del continente ardía también en los corazones de aquellas primeras hermanas.
Al llegar a Punta Arenas, en diciembre de 1888, las hijas de María Auxiliadora traían consigo “lo puesto”, literalmente, por un problema de gestión de la embarcación que las trajo a América. Sus equipajes fueron enviados a Punta Arenas de Costa Rica. Once meses más tarde llegaron a tierras australes. La misión magallánica no fue fácil desde sus primeras horas. La tierra soñada por Don Bosco conocerá del ímpetu de jóvenes religiosas dispuestas a hacer todo cuanto fuera necesario por la salvación de las almas. Esta es la fuerza carismática del da mihi animas caeteratolle y del “A ti te las confío”.
El 8 de diciembre se inicia formalmente la obra. Las hermanas dan inicio a un pequeño oratorio al que recurrían las niñas y jóvenes de la ciudad. El riguroso frío de Punta Arenas les permite realizar el oratorio solo durante algunas horas de la tarde. En la primitiva casa de María Auxiliadora en Chile se oían las voces de niñas y jóvenes de nuestra patria, a la que tantas generaciones se unirían en estos 130 años de historia.
Animadas por las mismas niñas, las hermanas se van acercando a la realidad del territorio donde se encuentran. Son visitadas por familias que confían en su labor educativa. Al poco tiempo, distintas experiencias van surgiendo y fortaleciéndose en aquella sencilla comunidad. La propuesta pastoral es acogida con agrado. La misión ya cuenta con la Asociación del Sagrado Corazón, la celebración del primer viernes de cada mes y la conmemoración mensual de María Auxiliadora.
Las hermanas van compartiendo la alegría y belleza de la fe con la gente del pueblo. Llaman particularmente la atención de los ciudadanos las celebraciones litúrgicas que animan las misioneras con hermosos cantos, a los cuales, con el tiempo, se van uniendo también las internas y las alumnas. La obra en Punta Arenas va creciendo. En marzo de 1889, con 13 alumnas, se da inicio a una pequeña escuela, hoy “Liceo María Auxiliadora”, donde las niñas y jóvenes, acompañadas por las hermanas, aprendían a leer, escribir, participaban en talleres de canto, costura y en la catequesis, entre tantas otras actividades que animaban la vida alegre de aquella casa. Allí se vivía según el “espíritu de Mornés” aprendido de Madre Mazzarello y la primera comunidad, un ambiente lleno de Dios, que colmaba de gozo a todo el que entrara a esta casa.
Las hermanas gozan siempre de la compañía de los hermanos salesianos, especialmente de monseñor Fagnano, quien anima toda la misión. Atentos al contexto en el que se encuentran, los religiosos buscan responder a las necesidades. Para las niñas de Punta Arenas ya se ofrecía un espacio donde compartir la alegría de Jesús, pero son tantos los hermanos que aún no se alcanzan y tantos los anhelos de partir a su encuentro. Entre los vientos de sur del mundo aparecen impetuosos los rostros de los hermanos que han nacido en aquellas tierras, las comunidades de indígenas Aónikenk, Selk’nam, Kawéskar y Yaganes.
Las crónicas de la época narran una tensión constante entre los indígenas, los ciudadanos y las autoridades civiles. Los misioneros se encuentran en un escenario complejo. Monseñor Fagnano decide iniciar una nueva obra en el centro mismo del Estrecho de Magallanes. En Isla Dawson se dará origen a la Misión San Rafael, desde donde, en pequeñas embarcaciones, los salesianos recorrerán los canales australes. A finales de enero de 1889, por primera vez las Hijas de María Auxiliadora, acompañadas por los salesianos, parten a la isla. ¿Qué buscaban hacer los misioneros en aquellos lugares tan apartados? No era otra cosa que el anuncio de Cristo. Esta es la gran fuerza que los movía.
El anuncio del Dios que nos ama a todos y nos hace hermanos, esta convicción profunda se vuelve la razón fundamental para ir al encuentro de los indígenas hasta los lugares más recónditos. La soledad del fin del mundo es grande. La situación de violencia constante que se vivía en la región trajo consigo razonable desconfianza. La gran isla, por momentos, parecía desierta, mientras que los indígenas buscaban un lugar donde refugiarse de los peligros que les acechaban.
Pero nada detiene el corazón apostólico de estos hermanos. Escuchemos a Madre Ángela, que en una carta dirigida a su hermana Teresa desde Punta Arenas, el 5 de mayo de 1890, relata su experiencia en isla Dawson: “Te hago saber que en el mes de enero fui a una isla donde había muchos indios. Estuve tres días con las hermanas yendo en caballo por los montes. Si vieras la belleza de esas tierras desiertas, sin casas, sin cultivos y, además, lo más bello, los indios con sus pieles, medio desnudos, sus casas en la playa, cercanas al mar, y su comida, los peces que pueden pescar (...) pobres indios, a veces, viendo personas vestidas en modo distinto de ellos, huyen y sienten miedo. Se necesita mucho trabajo y paciencia para hacerlos más cercanos, porque tienen siempre miedo de que se les haga daño...”. (Traducción de la Carta 66 a su hermana Teresa. Istituto FMA, Là non ci separeremo mai più (2014).
Este amor hacia los indígenas que Madre Ángela expresa en sus cartas es lo que ellos van percibiendo en el contacto con todas las hermanas. Solo la fuerza del amor, los gestos llenos de ternura y maternidad de las misioneras fueron capaces de permitir el encuentro. La vida en Isla Dawson está marcada por circunstancias evidentemente difíciles, sea por la condición ambiental de Magallanes, como también por la extrema pobreza en la que se vivía. Serán tiempos de mucho sacrificio para los misioneros; la muerte de algunos salesianos por agresiones o naufragios, la enfermedad de las jóvenes hermanas y los persistentes ataques a la comunidad autóctona, motivados por intereses de algunos grupos con fines especialmente económicos, serán razón de constante oración y ofrecimiento al Señor para que bendiga la obra que Él mismo ha suscitado.
Aquel fuego que ardía en el fin del mundo estaba en las casas, en las playas, en las canoas de los Selk’nam, pero también en el corazón de cada misionero, ardiendo por amor a los más pobres. Los amados indios, como solían llamarlos las hermanas, se convierten en toda la atención de la misión salesiana. La misión cotidiana compartida con sencillez se va llenando de alegría, es un constante aprendizaje y encuentro con esta nueva cultura de la cual no había nada escrito. Solo fue empleado el lenguaje del amor y fue el único eficaz.
En los misioneros resuena aquella Palabra de Dios, que para Madre Ángela era tan certera: “Busca el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se te dará por añadidura” (Mt. 6,33). Es aquel amor de Dios el que habita el corazón de los misioneros, solo ese amor. ¡Fuego Nuevo! llenó de calor aquellas tierras, calor nunca antes experimentado en el fin del mundo.
Por Sor Catalina Báez, FMA