Vivimos como Iglesia Católica en Chile una crisis profunda. Los casos de abusos y los insuficientes y, a veces, errados procedimientos para afrontarlos nos han generado un dolor enorme y, al mismo tiempo, un desconcierto que nos lleva a la desconfianza.
La carta que el Papa Francisco les entrega a los obispos reunidos en Roma habla de situaciones que no son un problema aislado o puntual, sino que dan cuenta de una cultura institucional que no ha sabido responder al desafío de generar el necesario resguardo de los fieles a ella confiados.
El reconocimiento de lo sucedido y la petición de perdón que con vergüenza se ha hecho, así como el gesto de nuestros pastores de poner sus cargos a disposición, son pasos importantes, pero todavía insuficientes para reparar el mal causado a las víctimas de abuso y a la fe del pueblo de Dios. Necesitamos saber con claridad la verdad de lo acontecido, pues ella nos hará libres (Jn. 8, 32).
Todos, como miembros de la Iglesia, necesitamos enfrentar estas situaciones superando una actitud de lo que el Papa ha llamado el “síndrome de Jonás”, es decir, tratando de eliminar al (o los) causante(s) de este gran mal y no enfrentando las raíces de su expansión entre nosotros: el poder, la búsqueda de dominio sobre los demás, una cultura clericalista y elitista, que no genera relaciones humanas sanas y evangélicas.
Tenemos que recuperar la autoridad que brota de la vivencia profunda de la caridad, del cultivo de vínculos profundos en libertad, procurando el bien del otro, sirviendo a los demás. Y para ello, el único camino posible es la configuración con Jesús, buscar incesantemente su presencia y tenerlo en el centro de nuestra vida.
Sé que no es fácil ser católico hoy en Chile, y sostenerse como tal ante un medio hostil, pero es, justamente ahora, cuando nuestra fe se ve probada en la turbación, cuando más tenemos que aferrarnos a la fuente de ella misma: ¿En quién he puesto mi confianza?
El Papa y los obispos no son impecables; tampoco lo somos nosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas; lo mismo catequistas, padres de familia y jóvenes; la Iglesia Santa está compuesta por hombres y mujeres débiles, frágiles y pecadores, “llevamos el tesoro en vasijas de barro para mostrar que ese poder tan grande viene de Dios” (2Cor 4,7).
Esta crisis es también una oportunidad. La humillación puede ser camino de humildad. Reconocer el mal cometido o el bien omitido son caminos de conversión. El empeño por vivir con radicalidad el Evangelio, la apertura a la gracia, nos permitirán resignificar nuestras vidas y vivir con un nuevo fuego la pasión por el Reino. Confiemos en que el Señor no nos abandona. Él ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos (Mt. 28,20).
Por Carlo Lira Airola, Inspector