Desde el cielo, los techos brillan con la luz del sol. Es un espejismo mágico que se dibuja a las espaldas del nevado Illimani, ubicado a 6 mil 400 metros sobre el nivel del mar. El paisaje es fantástico. A punto de aterrizar, vuelvo a desviar la mirada, gobierna el color gris y las calles sin pavimentar; es una telaraña opaca unicolor. La ciudad de La Paz nos recibe con los brazos abiertos.
La altura pesa; intentamos acelerar la caminata en el Aeropuerto Internacional El Alto, pero es imposible: de inmediato el cansancio golpea la cabeza y se nublan las ideas. Tenemos una escala de 40 minutos. Luego volaremos hacia los Juegos Suramericanos de Cochabamba. El equipo se encuentra en forma, así que nos permitimos soñar con llevarnos una medalla.
Las áreas verdes no existen en Cochabamba, ciudad ubicada al centro de Bolivia. En los terrenos baldíos se dibujan multicanchas repletas de “cumpas” que corren, saltan y chutean las piedras de los terrenos. Obviamente, al igual que en toda Sudamérica, estos jóvenes soñadores viven en barrios donde la droga es más rápida. Por eso, sueñan con que el deporte los lleve a otras latitudes.
Desde el aeropuerto hacia la Villa Suramericana nos traslada un bus. Afortunadamente, compartimos transporte con el equipo nacional de levantamiento de pesas. Entre ellos se encuentra nuestra abanderada María Fernanda Valdés, sin embargo, quien se roba todas las miradas es Arley Méndez, chileno de origen cubano que vivió cuatro años indocumentado en nuestro país.
Es carismático, casi todas las conversaciones pasan por él: “Mis cojones, estoy cansado del viaje”, le dice a un compañero de equipo. Ha sido un viaje intenso y a uno de los deportistas más destacado del país le ha pegado fuerte.
Desde la tierra, Cochabamba, que se encuentra rodeada de campos de cultivos y vestigios preincaicos e incaicos, luce su cara más dulce: calles verdosas y gente afable que saluda con una sonrisa morena. Estamos en la zona norte, específicamente en el barrio de Jayhuaco, uno de los más adinerados de la ciudad. Las casas están ordenadas, vestidas de diversos colores y las flores perfuman las calles.
Estamos lejos de la Villa Sura-mericana. Evo Morales, actual Presidente de Bolivia y que en noviembre volverá a competir por el poder, la construyó en la zona sur, un entorno que crece con dinámica y que lucha por salir de la pobreza. Ahí, las casas no están pintadas y a las flores se las llevó el viento. “El Estado cobra un impuesto cuando finalizas tu vivienda, es por eso que mucha gente prefiere dejarlas color rojizo catedral”, me cuenta un amable boliviano.
Han pasado unos días desde que llegamos a la villa. Aún nos estamos adaptando al sistema de los Juegos Suramericanos. Lo que más me llama la atención es que ningún atleta anda con cara de amargado; al contrario, transmiten energía positiva a pesar de todas las dificultades que significa ser, al mismo tiempo, deportista amateur y de alto rendimiento.
Hoy me toca ver a Venezuela. El equipo de Rafael Dudamel es peligroso. Javier Mollo es mi taxista y además es hincha de Jorge Wilstermann; también recuerda con añoranza a Javier Olivares y esa maravillosa campaña de Copa Libertadores. De repente pasamos del fútbol a la comida, y me cuenta que el plato principal es “pique macho, el que lleva papas fritas, chorizo, carne picada y ensalada”, debe ser similar a una chorrillana en Valparaíso.
En esta parte del mundo es verano, y las máximas durante el día alcanzan los 40 grados. El sol pega fuerte, pero una vez escondido, los termómetros descienden abruptamente, llegando a mínimas de nueve. Las lluvias caen entre enero y febrero, pero este año fue seco y los problemas del calentamiento global están presentes.
Durante la noche los cerros se dibujan gracias a las luces amarillas del alumbrado público. Mañana jugamos la final, estamos tranquilos y motivados. El trabajo ya está realizado, ahora los jugadores deben desplegar todas sus herramientas para ganar. No podemos controlar un resultado, pero sí todas las acciones que nos permitan alcanzarlo.
Por Marcos Vera, Periodista