Un folleto educativo inicia su texto con la siguiente pregunta: ¿Qué haría usted si en las noticias de la mañana escuchara un extra que informa que se ha detectado un grave peligro capaz de dañar la vida de miles -millones- de niños y niñas en el mundo, con secuelas que pueden afectar su salud física y emocional para toda sus vidas? ¿Cuál sería su reacción? ¿Cómo piensa que reaccionarían las autoridades? ¿Las madres y padres de esos niños?
Sigue el texto: Esta amenaza, este peligro, es ¡una realidad! Y, efectivamente, afecta a miles de niños, niñas y jóvenes en Chile y a millones en el mundo entero. Hablamos del abuso sexual infantil.
La lectura de este folleto nos vuelve la mirada hacia lo que se estima es una de las peores manifestaciones de violencia contra la niños y niñas, considerado, incluso, una forma de tortura por las Naciones Unidas. Especialmente nos hace preguntarnos ¿cómo reacciono ante esto? ¿Qué hacemos como personas, comunidades y sociedad por para prevenir el abuso?
Es cierto que este tipo de vulneraciones están presentes en la humanidad desde hace mucho tiempo y que solo en las últimas décadas se ha visibilizado y establecido como un crimen y, por tanto, condenado por la sociedad. También sabemos que los esfuerzos para proteger a nuestros niños, niñas y jóvenes contra este flagelo no resultan suficientes.
En Chile cada año se presentan alrededor de 20 mil denuncias por delitos sexuales ante el Ministerio Público, de las cuales, un 70% a 80% corresponde a menores de edad. Tenemos, entonces, que entre 14 y 15 mil niños, niñas y jóvenes denuncian cada año ser víctimas de abuso sexual infantil. Sumemos, además, las proyecciones que indican que es una mínima parte de las víctimas las que llegan a denunciar. La vergüenza, el dolor, la amenaza, la manipulación del agresor, hacen que, además de dañadas por el abuso, sean condenadas por el silenciamiento.
El desafío de la prevención se vuelve todavía más complejo si consideramos que la mayor parte de los abusos ocurre en las familias o en contextos de confianza. Aparece una paradoja, muchas veces citada. Los lugares donde los niños(as) deberían estar más protegidos, en muchos casos resultan ser aquellos donde estos delitos tienes más ocurrencia.
Parece ser, entonces, que las numerosas aristas implicadas en estas situaciones muchas veces hacen perder de vista un contexto más amplio. Es necesario ir más allá de la sola prevención, entrando en una lógica de protección y cuidado transversal y permanente hacia los niños y niñas.
Esta es la visión que anima a la Iglesia cuando busca instalar y fortalecer ambientes sanos y seguros. Se trata de trabajar para hacer que los contextos en que se mueven y desarrollan los(as) niños(as) puedan dar garantías para su pleno desarrollo.
¿Cómo podemos saber si las condiciones de los ambientes que estamos dando a los niños y niñas y jóvenes son sanos y seguros? ¿Son nuestras casas o colegios, efectivamente, lugares sanos? ¿Qué preguntas deberíamos hacernos al respecto?
Ofrezco una aproximación, seguramente incompleta y claramente perfectible, a estas preguntas:
Un ambiente sano y seguro debe estar integrado por adultos que conocen sobre la realidad del abuso, es decir, manejan aspectos fundamentales sobre cómo se da este fenómeno, las formas de actuar y las estrategias que los abusadores usan para acercarse a los(as) niños(as); de cómo el silencio condena al sufrimiento a las víctimas y de cómo actuar ante un relato de abuso; esto es estar interesados en conocer información y recibir entrenamiento en materias de prevención, a fin de desarrollar y mantener actitudes y habilidades necesarias para proteger y dar acogida a los(as) niños(as) y jóvenes.
Un ambiente sano y seguro tiene en cuenta los factores de riesgo para que se produzca un abuso y, por tanto, desarrolla estrategias para neutralizarlos. Esto incluye enseñar a los niños medidas de autocuidado y autoprotección. Es decir, que los niños conozcan, valoren y cuiden su cuerpo; que sepan cuáles son las formas de aproximación que se consideran apropiadas para que los adultos se relacionen con ellos, incluyendo límites claros. Todo esto, teniendo siempre presente que los adultos son los principales responsables del cuidado y que los niños solo nos colaboran en esto.
Un ambiente sano y seguro es un espacio donde se potencia el reforzamiento positivo hacia los(as) niños(as), en el que los adultos cuentan con tiempo para involucrarse en sus actividades y los animan a descubrir el mundo, siempre pendientes de su cuidado. Un ambiente sano y seguro es un contexto donde los adultos se relacionan entre ellos y con los niños(as) y jóvenes con respeto y atención a la dignidad de las personas; un ambiente donde no se desconocen los conflictos y la diversidad de opiniones, pero se abordan sin estrategias de anulación o marginación de quienes piensan u opinan diferente.
Por último y, por sobre todo, un ambiente sano y seguro para el desarrollo de los (las) niños(as) debe contar con adultos que se responsabilicen por su cuidado. No hablamos aquí del esperable cuidado y protección que un padre, una madre o un familiar deben dar a los más pequeños de la familia, sino de una conciencia comunitaria y social de que, como adultos, estamos en condiciones de protegerlos.
Esto debe considerarse como una responsabilidad ética. Será el cuidado, o la falta del mismo, que se brinde a los más vulnerables, lo que dé cuenta del estado de salud y del corazón de una sociedad.
Por Pilar Ramírez, Coordinadora / Consejo Nacional de Prevención de Abusos y Acompañamiento a víctimas / Conferencia Episcopal Chile