Para reflexionar sobre la vocación de la mujer en la Iglesia, podríamos comenzar haciendo algunos alcances sobre la vocación del laico en general, en quienes la dignidad bautismal, común a todos los fieles, asume una modalidad que lo distingue. Dicha modalidad es el carácter secular, que es propio y peculiar del laico (Lumen gentium 31). Ello tiene especial relevancia en atención al apostolado que están llamados a ejercer en la Iglesia, donde existe variedad de ministerios pero unidad de misión, y en el cual la participación de la mujer es de sumo interés (Apostolicam actuositatem 2 y 9). La vocación del laico es ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana, y para ello deben protegerse plenamente sus derechos fundamentales, pues sin el libre ejercicio de los mismos no puede cumplir su misión; esto reviste una importancia capital con relación a las mujeres, a quienes muchas veces le son negados sus derechos más elementales, como abrazar su estado de vida, acceder a una educación y a una cultura igual a la reconocida al hombre (Gaudium et spes 29 y 43).
El Código de Derecho Canónico -que expresa en su contenido y sistematización las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II-, expone los deberes y derechos inherentes a todos los fieles cristianos, para cuya titularidad y ejercicio la regla general es la de la igualdad fundamental. Ella radica en la Creación y en el Bautismo, y desde allí, toda diferenciación se fundará, sustancialmente, en el sacramento del Orden sagrado –que distingue entre clérigos y laicos- y en los distintos carismas que dan vida a la Iglesia, derivándose de ello una diversidad funcional que enriquece el Pueblo de Dios (cánones 204 y 207). Las disposiciones del Código, al no excluir a la mujer de aquello que contempla para el laico en general, no presentan obstáculo para la participación de ellas en la vida y la misión de la Iglesia.
San Juan Pablo II nos invita a profundizar, desde una perspectiva antropológica, sobre la decisión del Creador de hacernos varón y mujer (Mulieris dignitatem 1); es en la colaboración y complementariedad del encuentro entre ambos, donde se da el enriquecimiento mutuo. La mujer aportará su “genio femenino”, configurado por aquellos dones que la identifican en toda sociedad (Mulieris dignitatem 30 y 31), y que pone al servicio de la tarea evangelizadora, dando testimonio desde su propia vocación femenina (Chistifideles laici 51). La Congregación para la Doctrina de la Fe, el año 2004, con el Cardenal Joseph Ratzinger como Prefecto, dirigió una Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo. Con relación a las mujeres, propone volver la mirada a los datos doctrinales de la antropología bíblica, donde destaca su “capacidad de acogida al otro”, innegablemente vinculada con su capacidad física de dar la vida. Ello estructura en profundidad la personalidad femenina, y va más allá de la efectiva generación física, pues se evidencia también y con plena realización, aún donde ésta no se da. La referencia a María, “con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera”, determina un aspecto esencial de la identidad de cada bautizado, y “es característico de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad”.
El Papa Francisco, en sus cinco años de pontificado, y en consonancia con el magisterio de sus predecesores, se ha referido en muchas ocasiones a las mujeres y su especial vocación en la Iglesia, y a la necesidad de hacer “una profunda Teología de la mujer”. Su magisterio sobre este tema en particular, se ha visto plasmado de manera concreta en las modificaciones introducidas en la Curia Romana, con la creación y renovación de algunos dicasterios y comisiones de estudio y consulta, que hoy tienen una gran presencia femenina entre sus miembros, como es el caso de la Pontificia Comisión para la protección de los menores, el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, la Comisión Teológica Internacional, la Comisión de estudio sobre el diaconado de las mujeres, la Consulta femenina –en el ámbito del Consejo Pontificio de la Cultura- y los Museos Vaticanos, cuya directora es una mujer, por citar algunos ejemplos.
En ocasión del 25° aniversario de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, el Papa resaltaba en su discurso que “dando a la mujer la maternidad, Dios le ha confiado de una manera muy especial el ser humano”; y nos alertaba sobre el peligro de “promover una especie de emancipación que abandona lo femenino y los valiosos rasgos que lo caracterizan”. En Evangelii gaudium, insiste sobre aquellos rasgos que caracterizan a la mujer, y que no siendo exclusivos, se expresan de modo particular en ella, como su sensibilidad e intuición hacia el otro, el débil y el indefenso, agregando que ve con alegría “cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales con los sacerdotes, en el acompañamiento de personas, familias y grupos, así como en la reflexión teológica”, deseando que “se amplíen los espacios para una presencia femenina más amplia e incisiva en la Iglesia”.
Francisco se ha referido a la mujer, también, en sus homilías, donde señaló que es ella quien aporta armonía al mundo, y alertó sobre la tendencia a abordar la importancia de la mujer solo desde la funcionalidad, y no desde lo sustancial del propósito de su presencia en el mundo (Homilía de la Misa en Casa Santa Marta, del 9 de febrero de 2017).
En definitiva, ya hay en la actualidad múltiples espacios en la vida de la Iglesia donde la mujer tiene participación, como signo de la igualdad bautismal. Las líneas están trazadas, desde el Magisterio, para una profunda reflexión, desde donde dar respuestas a esta interpelación por una presencia más incisiva de la mujer en la Iglesia; dichas respuestas deberían orientarse a los procesos que lleven a su plena participación, fruto de la comprensión de que la feminidad pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia (Carta de Juan Pablo II a las mujeres, del 29 de junio de 1995). La presencia femenina, con el aporte de lo que es propio y característico de la mujer, complementa necesariamente, la misión del Pueblo de Dios.
Por Valeria López