“Le agradecí por Aparecida, ¿cómo no agradecérselo?”, relata el arzobispo emérito de Santiago en un testimonio para el portal del Episcopado chileno www.iglesia.cl. El cardenal Francisco Javier Errázuriz, arzobispo emérito de Santiago y uno de los cardenales electores que participará en el futuro Cónclave, ha escrito para Iglesia.cl su testimonio del inolvidable 28 de febrero de 2013. Su reflexión la escribió momentos después del saludo y bendición de Benedicto XVI en Castel Gandolfo. El siguiente es el texto de su reflexión: “Hace una media hora el Santo Padre se despidió desde el balcón de la residencia de los Papas en Castel Gandolfo. Acababa de llegar en helicóptero desde el Vaticano. La gente de esa pequeña ciudad quería expresarle la alegría de haberlo tenido como Papa. Muchos carteles le expresaban gratitud. Uno recogía un sentimiento que todos hemos compartido. Decía simplemente: “Tu humildad te ha hecho grande, Benedicto XVI”. Un periódico francés se refirió en estos días a la encíclica que el Papa no había escrito con palabras magistrales, pero sí con su vida, una encíclica sobre la humildad. Sus palabras de despedida, las últimas como Papa, fueron muy breves. Surgieron de su corazón agradecido. Le dijo al mundo entero que volvía a la condición que comparte con todos nosotros, la condición de peregrino, en esta etapa nueva de su existencia. Naturalmente, de peregrino en camino hacia el santuario definitivo, hacia el cielo. Esta mañana, a las 11 horas, recibió a los cardenales en la Sala Clementina. Un espacio muy hermoso y amplio, pero que nadie ha querido intervenir para que tenga buena acústica. El Cardenal don Angelo Sodano, decano del colegio cardenalicio, le dirigió significativas palabras de gratitud a nombre de todos los presentes. Éramos alrededor de 130 cardenales. El Papa nos recordó una escena muy querida del Evangelio, que relata la cercanía de Cristo resucitado a los discípulos de Emmaús. Nos dijo que para él, caminar con nosotros durante estos años, iluminados por la presencia de Jesús, había sido una alegría. Agradeció la cercanía y la ayuda que había recibido de los cardenales durante los últimos ocho años, en los cuales habíamos vivido con fe momentos muy hermosos, y también otros, en los cuales las nubes se hicieron más densas. Como una confidencia muy personal, que nos incluía a todos, expresó que habíamos tratado de servir a Cristo y a la Iglesia con un amor profundo y total. Nos propuso que le agradeciéramos al Señor por la esperanza que habíamos podido sembrar, y por el crecimiento de la comunión. Como amante de la música nos deseó que el colegio cardenalicio fuera como una orquesta, con instrumentos muy diversos, pero unidos en gran armonía. También nos habló del misterio de la Iglesia, “que constituye para nosotros la razón y la pasión de la vida”. Recordó dos veces a Romano Guardini, para referirse a la Iglesia viva, cuyo corazón es Cristo, y que prolonga el misterio de la Virgen María, acogiendo la Palabra, ofreciéndole a Dios su propia carne, precisamente en su pobreza y humildad, para que nazca Cristo en nosotros. Nos habló de esa Iglesia que hace presente el misterio de la Encarnación. Después nos despedimos personalmente de nuestra Padre, Profeta y Pastor. Sólo cabían unas pocas palabras. Todas ellas, de gratitud. También le agradecí por Aparecida. Sin la confianza y la libertad que nos regaló, y sin sus palabras iniciales, Aparecida no habría sido ese torrente de vida que brotó y sigue brotando en nuestros pueblos ansiosos de vida en Cristo. Trabajamos en Aparecida en diálogo con él, de tal manera que al concluir el año pudo decirles a sus colaboradores en Roma que el documento conclusivo lo habíamos elaborado juntos: él y nosotros. ¿Cómo no agradecérselo? Salimos de la audiencia profundamente emocionados. Ya lo habíamos estado en la audiencia del día anterior. Asimismo la noche del miércoles, cuando la plaza de san Pedro, bajo su ventana iluminada por última vez, se fue poblando de luces rojas, adioses de despedida de tantos discípulos de Jesucristo que lo han estimado y lo quieren entrañablemente. Seguimos por televisión sus últimas despedidas junto al palacio apostólico. Él, frágil, muy cordial y agradecido a sus colaboradores. Los presentes, emocionados hasta las lágrimas. Cuando vimos esta tarde que el helicóptero se elevaba y que el hombre de Dios más querido de Roma y de tantos pueblos ya partía, un profundo silencio cundió por la Ciudad Eterna. Este silencio no expresaba depresión alguna. A pesar de la tristeza, guardaba mucha oración y esperanza. La barca no era suya ni es nuestra. Es de Cristo, el Señor”. Fuente: Prensa CECh |
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