Los 40 años de incansable servicio del recordado Padre Vidal Pérez, ciertamente dejaron una huella indeleble en la zona de Magallanes.
A continuación la carta publicada en la sección Cartas al Director del Diario La Prensa Austral de Punta Arenas, escrita por el sacerdote Héctor Muñoz Braña, exalumno del P. Vidal. El texto entrega un rico relato la labor educadora del sacerdote salesiano.
Señor Director:
Desde ayer duerme sin fin el que fuera nuestro sin par maestro de vida y esperanza en las aulas del colegio San José, el Padre Vidal Pérez y Alvarez, castellano viejo, palentino, nacido en San Andrés de Regla. “¡Oh, mi gran amigo de tiempos felices!”, me dijo uno de sus ilustres alumnos cuando le comuniqué el súbito desenlace de aquella vigorosa vida, que, encorsetada dentro de una invisible armadura de los años del Cid, había llegado a la plenitud de sus 94 años. Enérgico y tierno al mismo tiempo, llegó a la Patagonia frisando las 20 primaveras. Era, como don Quijote, “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. ¡Tal cual! Rasgos reveladores de una voluntad a toda prueba, que sus superiores religiosos no dejaron perderse en divagaciones sobre las posibilidades de tan voluntarioso muchacho. Fue así como de inmediato le asignaron la tarea de prepararse para enseñar Ciencias Naturales. En las aulas nos entusiasmaba con las maravillas de los reinos de la naturaleza, tan desconocido por los chiquillos de hoy. El amor, el respeto, la admiración que muchos de sus alumnos llevamos como espléndida herencia, por la botánica o la zoología, en él tienen su origen y su raíz. De peces, pájaros, insectos y mamíferos, como de árboles, arbustos y hierbas nos enseñaba hasta sus nombres científicos en lengua latina. Lo recuerdo cuando apareció en la playa de 21 de Mayo el famoso dudongo, una vaca marina ajena a nuestros mares. El era ya un perito en esas disciplinas y se involucró en el tema de preservar la piel y la osamenta del monstruo enorme que le habían obsequiado para el museo salesiano. Optimista, como era, ya lo veía, en esperanza, colgado para asombro de visitantes y turistas, en alguna sala del recinto. En ese entonces ya había aprendido el arte de la taxidermia y embalsamaba desde liebres corredoras a pájaros carpinteros. Lo pusieron a cargo del internado. Esos internados de entonces, cerrados a piedra y lodo, pero él inventaba, los días jueves, tardes de paseo y nos llevaba, caminando a marchas forzadas, hasta la mina Loreto. Cada chiquillo con una manzana, una botella de “pradera” y un par de sándwiches. Todo en un bolsón de tela de buque que terciábamos a la espalda. La bajada era en los veloces vagones del trencito de la mina. Las vacaciones en Leñadura eran otra cosa… felices vacaciones… todo el día en comunión con la naturaleza, haciéndonos amigos del viento silvestre y de los arroyos magallánicos. Esto era la égloga de la vida. Pero no olvido el rigor de su disciplina ni la severidad de su carácter ante la indolencia estudiantil. Como ocurre siempre con los maestros exigentes, los alumnos buscan compensarse subrepticiamente, sin hacerle mal a nadie, de los regaños recibidos y como él cantaba en unos tonos agitanados y predicaba con los ojos cerrados, despertaba en los muchachos el instinto de imitación con sus subsecuentes tandas de burlonas parodias. ¡Ay si los pillaba in acto! Les dejaba caer una lluvia de banderillas, como en una plaza de toros. Muchos magallánicos, alumnos de aquellas heladas estaciones, cuentan sabrosas anécdotas de la luchas del Padre Pérez con los rebeldes de entonces y de las “medidas cautelares” con que él los sancionaba. Pero el currículo del Padre Pérez es más rico y variado como sacerdote. En distintas etapas de su vida fue director de los colegios de Porvenir y Natales, párroco de la Catedral y docente esmerado en todos los colegios salesianos de Magallanes, tarea que en 1963 le fue reconocida por el Ministerio de Educación, acreditándolo como Profesor de Ciencias Naturales y Castellano, en mérito a su probada competencia. Por cuarenta años vivió y sirvió entre nosotros. Dejo que otros rememoren su apostolado y su dimensión misionera. Yo he querido acordármelo en el cuadro de mi adolescencia agradecida, al son de su numerosa tarea de maestro de escuela, sembrador próximo de semillas de hermosura y formador de caracteres recios, hombre con respuestas a la mano para aquella contradictoria edad. Por esto, para despedirlo de este mundo feble, le he pedido en préstamo a García Lorca, su coterráneo, una de sus estrofas que, para mí, lo retrata “intus et foris”. ¡Qué gran torero en la plaza!/¡Qué buen serrano en la sierra!/ ¡Qué blando con las espigas!/¡Qué duro con las espuelas!/ ¡Qué tierno con el rocío!/¡Qué deslumbrante en la feria!/ ¡Qué tremendo con las últimas banderillas de tinieblas! Gracias, señor Director por publicar estos recuerdos. Héctor Muñoz Brañas